TejasArriba.org por Calixto
Un mensaje con sabor a Evangelio
Adviento - Ciclo C

La Anunciación

Primer domingo

1. De camino al encuentro

«Dijo Jesús: Cuando empiece a suceder todo esto, levantaos, estad siempre despiertos, manteneos en pie ante el Hijo del hombre». —San Lucas, cap. 21.

«Todo el mundo es prisiones», escribió Francisco de Quevedo. Y otro escritor añade: «La cáscara es la cárcel de la nuez, el tonel es la cárcel del vino, la piel es la cárcel del cuerpo e incluso, tal vez, el cuerpo es la cárcel del alma».

«Me voy al que viene», fueron las últimas palabras del padre Teilhard de Chardin, aquel sabio jesuita, experto en humanidad y probado en muchas peripecias. Una frase que podría explicar la vida de un creyente: el caminar de dos que se aman, hacia un cara a cara definitivo.

Cada cultura y cada religión describen, a su modo, este encuentro con Dios. Los evangelistas, además de añadirle oscuras tintas, lo comparan con el retorno de la primavera a una tierra ansiosa. Con un rey que llega a visitar su reino. Y también con el amo que regresa, mientras sus criados lo esperan vigilantes.

El Señor nos dice que para aguardar su venida, es necesario levantar la cabeza, estar despiertos, mantenernos en pie a fuerza de esperanza.

La Iglesia separa cuatro semanas de su calendario para situarnos en esta expectativa. Hemos de prepararnos a la Navidad, añorando encontrarnos con Dios.

«Tú, Señor, me has quitado el miedo a morir», declara en su última hora Macrina, la hermana de san Gregorio Niceno. «No me impidáis vivir ni deseéis que muera», les dice a sus fieles san Ignacio de Antioquía, condenado a las fieras, trastocando el sentido de esos verbos. «Ven, muerte tan escondida, que no te sienta venir —escribe santa Teresa— porque el placer de morir no me vuelva a dar la vida». Sin embargo, yo pido la palabra en nombre de tantos hombres y mujeres a quienes nos aterra el morir. Me da derecho a hacerlo el miedo de Jesús en el Huerto de los Olivos.

«Entonces —anota san Marcos— empezó a sentir pavor y angustia».

Pero existe un secreto para hacer dulce y amable ese encuentro final. Es ensayar otros encuentros previos con el Señor Jesús. Tales se pueden dar en el recinto de la conciencia. Aunque a veces la de algunos cristianos se parece a nuestras discotecas: llenas de luces ofuscantes y aturdidas de ruido, donde es imposible distinguir a un amigo y menos aun escucharlo.

Nos encontramos también con el Señor en la comunidad cristiana. La que se congrega en el hogar y expresa su fe, su amor y su esperanza. La que acude a los templos, para descubrir el sentido de la vida e iluminar el misterio de la muerte.

Nos encontramos con Él cuando extendemos la mano a los necesitados. «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis», nos dice san Mateo en su página sobre el juicio final.

La gran pregunta que todos nos hacemos, «¿quién soy?», equivale en el fondo a otras dos igualmente cuestionantes: ¿de dónde vengo?, ¿hacia dónde me conduce la vida? Somos cañas que piensan, pero además somos caminantes. Y es el mundo, añade un autor, una tupidísima red vial. Aún la vida sedentaria consiste en un viaje incesante, para hacer realidad las ilusiones. Por esto, desde la fe, interpretamos los pecados como caídas, los malos hábitos como extravíos, la Eucaristía como viático, la conversión como un cambio de rumbo.

Y si queremos culminar con éxito este viaje, hemos de levantarnos, estar despiertos, y mantenernos en pie con valentía.

2. ¿Lo estamos esperando?

«Los hombres quedarán sin aliento y verán al Hijo del Hombre venir en una nube, con gran poder y gloria». —San Lucas, cap. 21.

De la colina donde se recostaba Nazaret, se veía el camino del mar, por donde subían las caravanas desde Egipto. Como los nazarenos, todo el pueblo israelita se había acostumbrado a mirar más allá, a anhelar un futuro: cuando el Mesías llegara, cuando Dios visitara a su pueblo.

En tiempos del emperador César Augusto, apareció Jesús.

Se había ordenado un censo en el imperio y en todas sus colonias. Los judíos obedecieron de mala gana. Mucho más porque se les obligaba a ir a sus lugares de origen para allí empadronarse.

José viajó con María a Belén, la ciudad de David, al norte de Jerusalén.

Allí se cumplieron los días de su esposa, y en un establo dio a luz a su primogénito y lo recostó sobre las pajas del pesebre, pues no hubo para ellos alojamiento en el mesón.

Así comenzó la primera visita de Dios a la tierra. En humildad y mansedumbre, como lo habían anunciado los profetas.

La primera, porque el Señor Jesús prometió que regresaría hasta nosotros.

Los evangelistas, con su estilo oriental, nos describen la segunda venida del Señor con tintes de catástrofe. Nos hablan de un Dios terrible que llegará sobre las nubes, para juzgar severamente a los hombres.

Del mismo modo, muchos escritores sagrados profetizan que el Señor aparecerá entre rayos y centellas.

Pero los cristianos de hoy recordamos el amor y la ternura de Dios que nos explicó Jesucristo.

Por esto comprendemos que «el final de los tiempos» no será la destrucción del universo, sino la culminación de la Historia de Salvación.

Por esto no tememos la segunda venida del Señor. Estamos acostumbrados a encontrarnos con Él a cada paso.

Adivinamos su presencia en todas las cosas buenas que pueblan la tierra. La belleza que resplandece en tantos seres nos delata sus huellas. Los gestos de buena voluntad de los hombres nos avisan que Él esta cerca.

Cuando brotan en nuestro interior la amistad y la confianza, sabemos que Él las sembró de paso.

Todos lo hemos comprobado: la gente regresa a algún lugar cuando se ha sentido acogida. Vuelve, cuando la estamos esperando.

La Navidad es tiempo de reencuentros. Regresamos hasta nuestros amigos: las tarjetas, la llamada, la visita, el aguinaldo.

Pero detrás ha habido, durante todo el año, una trama de detalles, de comunicación, de presencia desde lejos, la cual alimenta el cariño.

¿Al Señor lo hemos acogido? ¿Nos hemos comunicado con Él durante el año? ¿Lo estamos esperando?

3. Nuestra infinita sed

«Entonces verán al Hijo del hombre… Levantáos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación». —San Lucas, cap. 21.

Y a muchos de nosotros nos encierra otra prisión, la del mal. Al que llamamos pecado, ignorancia, enfermedad, dolor y muerte. Hoy empieza el Adviento, cuando aparece la figura de Jesús como el Mesías Liberador: «Levantáos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación», nos dice el evangelista.

A todos nos tortura una infinita sed de libertad, la cual buscamos por todas partes: en la independencia política, en la ciencia, en el desarrollo, en ideologías foráneas, en el dinero, en las diversiones. Pero la verdadera libertad del hombre sólo se encuentra en Jesucristo.

Un apologista del siglo IV escribió que la religión cristiana es el lugar donde la libertad ha escogido su domicilio. Si un día el corazón humano eligió libremente amar a su Señor, comenzó a sentir que sus cadenas se rompían. ¿Pero hemos sido totalmente libres alguna vez? ¿Todavía nos esclavizan muchas cosas? ¿Luchamos por ser libres o nos hemos dejado masificar? ¿Esclavizamos al otro, poniéndolo a nuestro servicio? ¿Puede acaso ser libre quien lesiona los derechos ajenos?

Cuando Jesús se presenta en la sinagoga de Nazaret y enuncia su programa, señala que ha venido «a dar la libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor».

Pero es extraño que, cuando hacemos uso de la libertad, de inmediato nos atamos a algo. Si optamos por el matrimonio, quedamos ligados para siempre al ser amado. Tomamos un avión y estamos sujetos a su destino. Escogemos libremente una profesión y dependemos de ella todo el resto de nuestra existencia.

Comprendemos entonces que ser libres, en un contexto cristiano, brota de haber elegido al Señor, tomando partido por los valores del Evangelio. Advierte san Lucas: «Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero y se os eche de repente el día final. Manteneos en pie junto al Señor». Y el evangelista continúa, en un estilo apocalíptico, hablando de guerras y desastres. Pero señala de inmediato al Mesías como el vencedor de tantas catástrofes. Sólo el Señor puede salvarnos cuando hemos comprobado que nuestra vida se ha convertido en ruinas.

Sin embargo, muchos cristianos pudieran contarnos: «Yo vivía prisionero en mis rencores. Me acerqué al Señor y él me ayudó a vencerlos». «Yo estaba cautivo por los vicios. Volví a rezar y ahora soy libre». «El sexo me esclavizó durante muchos años. Regresé a los sacramentos y me siento noble y fuerte». «Los remordimientos carcomían mi vida. Ahora soy un hombre nuevo por la presencia de Jesús». Y un enfermo terminal añadiría: «Ya no temo la muerte».

«A ti, Señor —clamaba el salmista—, levanto mi alma. El Señor es bueno y recto y enseña el camino a los pecadores».

Que en el camino de Belén descubramos la única ruta que conduce hacia la verdadera libertad.

— o o o —

Segundo Domingo

1. Ingeniería del alma

«Vino la palabra de Dios sobre Juan y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando: Preparad el camino del Señor. Elévense los valles. Desciendan los montes y colinas». —San Lucas, cap. 3.

«Solo, sin casa, sin tienda, sin nada suyo fuera de lo que llevaba encima. Envuelto en una piel de camello, ceñido por un cinturón de cuero. Alto, adusto, huesudo, quemado por el sol. La cabellera larga, la barba cubriéndole casi el rostro. Bajo las cejas tupidas, dos pupilas hirientes»… Así describe Papini a Juan, el Precursor.

San Lucas nos lo presenta en la ribera oriental del Jordán, y señala además la fecha de su aparición: «El año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás».

La predicación del Bautista resuena sobre aquella arisca geografía, donde el Jordán bordea colinas rocosas y pequeños valles desolados. Allí confluyen varios caminos, que cruzan el río en un angosto vado, para alcanzar el territorio que hoy llamamos Transjordania.

¿Qué anunciaba Juan? Ante todo la proximidad del Mesías. De padres a hijos, los judíos seguían transmitiéndose la esperanza de un profeta que viniera a remediar todos sus males. Pero en muchos ya se había apagado esta esperanza.

No sabemos si el hijo de Zacarías e Isabel conoció de antemano a Jesús. El Evangelio sólo cuenta de aquellas dos mujeres que se encontraron en las montañas de Judá. Ambas aguardaban un hijo. María, la Virgen, y su prima, una anciana ahora encinta por la promesa de Yahvé. San Lucas solamente nos dice: «Vino la palabra de Dios sobre Juan».

Pero la presencia del Mesías en su pueblo traía una exigencia: la conversión, que Juan explicaba con un texto de Isaías: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. Elévense los valles, desciendan los montes y colinas. Y todos verán la salvación de Dios».

Esas palabras del profeta, consignadas en su Libro de la consolación de Israel, sonaban bien sobre la agreste geografía que el Precursor señalaba con el dedo, invitando a sus oyentes a una especie de ingeniería del alma. La cual traduce la Iglesia en sus plegarias de Adviento: «Señor, abaja los montes y las colinas de nuestra suficiencia. Levanta los valles de nuestros desánimos y nuestras cobardías».

Toda fe comienza por la comprobación de nuestra pequeñez. Entonces aceptamos que existe Otro. Otro infinito que, según la revelación de Jesús, nos ama de manera infinita. Entonces comenzamos a caminar de su mano.

Esta ingeniería del alma incluye destruir muchas cosas, y a la vez añadir otras tantas en nuestra práctica cristiana. Que cada uno de nosotros identifique aquello que estorba la llegada de Dios. Que cada uno conozca qué elementos le faltan para que el Señor tome posesión de su vida.

Si examinamos nuestra vida, comprobaremos que somos apenas principiantes. Pero Juan es el profeta de los inicios. Nos motiva a dar el primer paso. Bastará levantar un momento el corazón a Dios. Bastará apartar una piedra del camino. Poner sobre nuestro sendero una obra buena. Purificar de rencores la memoria. Desear ser distintos en este tiempo de diciembre. «Y el Señor te guiará en la alegría, con su justicia y su misericordia», como dice el profeta.

2. Sobre nuestro desierto

«Juan Bautista recorrió toda la comarca del Jordán, predicando como está escrito en Isaías: Una voz grita en el desierto: preparad el camino del Señor». —San Lucas. cap. 3.

Juan el Precursor aparece en la comarca del Jordán, el año quince del imperio de Tiberio. Lucas, que es hombre letrado, médico y pintor según la tradición, nos presenta al Bautista como el «mensajero de Dios» que habían anunciado los profetas. Y coloca en sus labios un párrafo de Isaías: «Una voz grita en el desierto: preparad los caminos del Señor».

Pero la cuenca del Jordán es la región más fértil de Palestina. En ella abunda el agua, tan escasa en otros sitios del país. A ambos lados del río se suceden los viñedos, los olivares y los sembrados de trigo. ¿Por qué se dice entonces que Juan predica en el desierto?

El Bautista repite que es necesario preparar los caminos del Señor, elevar los senderos y allanar los montes.

Pero ¿por qué se expresa así, cuando el desierto es tierra llana, de arenas viajeras, sin valles ni montañas?

La palabra de Cristo, quien transitó por estos mismos parajes, nos lo explica: desierto es el corazón de quienes no acogen su enseñanza.

Hasta nosotros se prolonga este desierto. Cubre nuestras ciudades, embellecidas en diciembre con luces multicolores. Existe a pesar de tantos progresos técnicos, a pesar de nuestro aparente cristianismo.

Hemos desatendido el Evangelio. Cristo viene a enseñarnos sencillez de vida y nosotros competimos en una carrera adquisitiva. Convertimos la Navidad en certamen de despilfarro.

Cristo viene a enseñarnos autenticidad, y nosotros ocultamos su pesebre bajo una multitud de regalos de cumplimiento.

Cristo viene a enseñarnos amor y reconciliación, y en este tiempo muchas familias se dividen y dispersan.

Cristo viene a enseñarnos fraternidad y nos olvidamos de los pobres, mientras abusamos de nuestra abundancia.

Cuando llega Navidad, muchos sentimos una nostalgia indefinible y una desconcertante sensación de vacío.

¿Añoramos aquellas Navidades de la infancia? ¿Sentimos la ausencia de nuestros seres queridos? Tal vez… Pero en el fondo nos abruma la melancolía al contemplar que este tiempo santo se vive de espaldas al Señor. Es el vacío de un desierto interior donde nace Jesús.

Pero, de la mano de Cristo podemos regresar hasta el Jordán. Hasta la tierra fértil de una Navidad cristiana, llena de sentido de Dios, de alegría en familia, de satisfacción en el compartir.

3. Hemos disminuido la esperanza

«Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor. Y todos verán la salvación de Dios». —San Lucas, cap. 3.

Un estudiante termina su examen, entre preocupado y alegre, y se va repasando las respuestas. A esto lo llamamos esperanza. Un desempleado entrega su solicitud y empieza a aguardar la llamada de la empresa. A esto lo llamamos esperanza. Un ambicioso compra el billete de lotería y comienza a fabricar castillos en el aire. A esto lo llamamos esperanza.

Pero en Navidad es bueno mirar más allá de estos anhelos pequeños y temporales. Porque los discípulos de Cristo somos profesionales de una esperanza mayor, total y plena.

El Evangelio nos habla de «elevar los valles, allanar los montes y colinas, enderezar los caminos torcidos»… Toda una ingeniería espiritual, que nos ayudará a proyectar nuestra esperanza hacia cosas más altas, sin descuidar las pequeñas y ordinarias.

Pero cuando el cristiano alcanza cierto ideal religioso, ya no aguarda de Dios sus bondades. Espera a Dios. «No quiero tus dones, no. Lo que yo quiero es a ti», como dijo el poeta. Lo cual no se alcanza únicamente por nuestro humano esfuerzo. Es una hermosa y misteriosa conciliación de dos actitudes: del amor de Dios y de nuestra correspondencia. Somos siervos inútiles, pero Él ha querido hacernos, a la vez, siervos indispensables.

En esta espera del Señor, el verdadero discípulo no aguarda maravillas. Bruce Marshall, en su novela El milagro del padre Malaquías, hace decir a un cardenal: «A la Iglesia de Cristo no le gustan mucho los milagros. Una fe auténtica se complace más bien en esas cosas simples que Dios realiza para nosotros diariamente».

Cosa simples que, para el creyente, son lenguaje cifrado que le descubre al amoroso autor. No es menos divina y paternal la providencia rutinaria del Creador en cada semilla, en cada cuna, en cada amanecer, en cada pacto de amor, en cada conciencia. Providencia que puede parecernos usual y gris, pero que madruga cada día a alimentar los pájaros y a vestir los lirios. Sobre ella se apoya nuestra esperanza fatigada e inerme, que no cesa de rezar el Padrenuestro en medio de muchas distracciones.

Todo este descubrimiento del Dios de las bondades y de las bondades de Dios comenzó en la primera Navidad. Ahora nos toca pintar con estos viejos colores de Belén todo este mundo dolorido y enfermo. En otros términos, es necesario regresar a Dios.

Elevamos los valles cuando levantamos las manos y el corazón para suspirar por un mundo nuevo, bajo la luz del Evangelio. Allanamos los montes y colinas, si renunciamos a nuestro orgullo y capitulamos de tantos egoísmos. Enderezamos los caminos torcidos cuando regresamos a la oración y los sacramentos.

El Señor nos invita a acercarnos a la Iglesia. Entonces se hará realidad nuestra esperanza. «Esta es nuestra confianza —escribía san Pablo a los filipenses—: que quien ha inaugurado una empresa buena entre nosotros la llevará adelante hasta el día de nuestro encuentro con Cristo Jesús. Llegaremos entonces irreprochables y cargados de frutos de justicia».

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Tercer Domingo

1. A oscuras bajo la luz

«En aquel tiempo la gente preguntaba a Juan: ¿Entonces qué hacemos? Él les contestó: El que tenga dos túnicas que se las reparta con el que no tiene». —San Lucas, cap. 3.

Los profetas de ayer y de hoy amenazan en público a sus oyentes, prometiendo castigos y catástrofes. Pero en privado acogen con distinto semblante a los discípulos, para indicarles caminos de transformación. Juan, el Bautista, no fue una excepción a esta regla.

Sus amenazas se enmarcan en el contexto campesino de Israel. Al llegar la cosecha, los segadores amontonaban las espigas en la era, y luego de la trilla recogían el buen grano en espuertas y arrojaban la cascarilla al fuego. Decía el precursor: «Ya el Señor está listo para aventar la paja y recoger el trigo en su graneros». Y añadía: «El hacha está tocando el pie de los árboles. Todo el que no da fruto será cortado y arrojado al fuego».

Gente numerosa acudía de los pueblos cercanos para escuchar a Juan: fariseos y saduceos, sacerdotes provenientes de Jerusalén, recaudadores de impuestos, mercenarios judíos. Un auditorio variado y multicolor, atraído por la voz de un profeta que volvía a resonar en Palestina, después de tantos siglos de silencio.

Muchos se sentían aludidos por la palabra ruda del Bautista: ¿serían ellos trigo maduro, o paja destinada a la hoguera? ¿Los salvarían del fuego sus buenas obras?

Cuenta san Lucas que algunos se acercaron preguntando: ¿entonces qué hemos de hacer? Él respondió: «El que tenga dos túnicas que se las reparta con el que no tiene. Y el que tenga comida haga lo mismo». También lo interrogaron unos publicanos. Juan les dijo: «No exijáis más de lo establecido». Y a unos soldados: «No hagáis extorsión a nadie, sino contentaos con la paga».

Dos elementos de cambio señala aquí el Bautista: honradez y generosidad, las cuales también van en nuestro caso.

Estas dos actitudes, iluminadas por el Evangelio, han de ayudarnos a construir la alegría de esta Navidad. Porque durante el Adviento muchos cristianos vivimos en dos niveles contradictorios: decoramos con luces nuestro hogar, mientras por dentro seguimos a oscuras. Saludamos alegremente a todos, pero el remordimiento nos corroe el alma. Compartimos con aquellos que nos aman, pero olvidamos ayudar a los que nada tienen.

Nos dice una leyenda que uno de los pastores que acudió a visitar a Jesús recién nacido era un muchacho ciego. Sus compañeros lo llevaron de la mano al portal. Y allí, bajo la luz de las estrellas y el cantar de los ángeles, el pastorcito no dijo nada y el Niño Dios no curó su ceguera. Pero, arrodillado junto a sus compañeros, sintió que una alegría infinita le inundaba el alma.

La siguiente mañana regresó a su majada, a oscuras bajo la luz, llamando las ovejas al son de su gastado caramillo. Pero su vida era distinta. De allí en adelante todos le llamaron El Dichoso.

En Navidad suceden muchas cosas, si le hacemos caso al Señor. Continuaremos en la penumbra de esta tierra, pero ya seremos distintos. Y esa alegría que hoy rueda por calles y plazas, la que una noche nació en Belén, nos contagiará el alma para siempre.

2. Al menos un paso

«La gente le preguntaba a Juan: ¿Entonces qué hacemos? Él contestó: el que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene». —San Lucas, cap. 3.

Miles de horas de vuelo, infinitos esfuerzos de muchas abejas, para que una gota de miel pueda ser depositada en el panal. Millones de años, enormes cataclismos, hielo y fuego, hasta que un diamante logra cuajar en la oscuridad del socavón.

Una maravillosa trabazón de nervios y de músculos, un largo proceso inexplorado, antes que un niño alcance a balbucir su primera palabra.

Multiplicados factores que coinciden. Recuerdos de infancia y experiencias de adulto. Imágenes y ejemplos, fuerzas ocultas del inconsciente, antes que la mano de Dios empiece a despertar el arrepentimiento sobre el corazón de un creyente.

Dentro de este marco existencial, donde las grandes cosas se realizan poco a poco, todos estamos invitados a avanzar. Al menos un paso. A escribir una línea más en nuestro diario. A podar una rama seca en nuestro bosque. A consentir un deseo elemental de inocencia, el toque inicial de la conversión.

Las gentes acuden al Bautista.

Unos le preguntan: «¿Entonces, qué hacemos?». Él les responde: «El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el pobre. Y el que tenga comida, haga lo mismo».

Le preguntan unos publicanos: «¿Maestro, qué hacemos nosotros?». Él responde: «No exijáis más de lo establecido».

Unos soldados lo interrogan: «¿Qué hemos de hacer?». «No hagáis extorsión a nadie —les dice—, no os aprovechéis de la gente con denuncias».

En momentos de sinceridad nosotros también nos hemos preguntado: ¿qué hacemos? El Bautista, quien a pesar de su ruda corteza es heraldo del amor de Dios, pone el dedo en nuestra llaga y nos señala un programa concreto.

Tradicionalmente nos presentaron la conversión como algo extraordinario y repentino, aunque de ordinario no es así.

San Pablo se convierte en un momento. Paul Claudel recibe de repente la luz de Dios. Pero lo nuestro sucederá de otra manera, sin conculcar las leyes psicológicas.

De nosotros aguarda el Señor una simple actitud que le dé nuevo rumbo a nuestra vida, que realice la comunión con quienes nos rodean.

Probablemente una conversión así no nos halaga. Nunca será noticia. Nadie la advertirá, sino por esa paz y esa alegría que se nos traducen en el rostro.

No obstante, creamos en la eficacia de estos humildes comienzos. Empecemos a preparar la llegada de Cristo, a base de detalles ordinarios. Como saludar amablemente, cumplir los compromisos, ser fieles a nuestro deber diario, hacer que los demás estén contentos. Como leer un libro que nos hable de Dios, agradecer, mirar con esperanza el futuro, convencernos y convencer a otros de la presencia de Jesús en nuestra historia.

3. ¿Entonces qué hacemos?

«La gente preguntaba a Juan: ¿entonces qué hacemos? Él contestó: el que tenga dos túnicas que se las reparta con el que no tiene». —San Lucas, cap. 3.

Nuestras ciudades se parecen al desierto. En ellas domina la aridez, atormentan la sed y la fatiga, acosa el miedo y habita la más dolorosa soledad.

Pero al llegar Adviento, revive también sobre nuestros desiertos la figura de Juan el Bautista, el profeta grave y adusto que nunca traicionó la verdad.

A quienes le interrogaron sobré cómo debían proceder, los invitaba a una sincera conversión: a los ricos les decía: «El que tenga dos túnicas que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida que haga los mismo». Unos publicanos le preguntaron: «Maestro, ¿qué hacemos nosotros?». Él les contestó: «No exijáis más de lo establecido». Unos militares le preguntaron: «¿Qué hacemos nosotros?». Él les contestó: «No hagáis extorsión a nadie, ni os aprovechéis con denuncias, sino contentaos con la paga». Empezamos a convertirnos cuando somos de nuestra propia vida y de las circunstancias que nos rodean. Quienes tienen medios económicos que revisen sus gastos de fin de año, ante el hambre y la pobreza de los demás.

Si pertenecemos a la industria, la justicia nos exige promover a nuestros empleados y obreros hacia un desarrollo cristiano. Si somos comunicadores, nuestra vocación es denunciar el mal, anunciar la verdad y participar en la búsqueda de soluciones. ¿Somos educadores? Preparemos a la juventud para que forje un mañana más justo, más hermoso y más feliz.

¿Profesionales de la ciencia? Pongamos nuestra técnica al servicio del hombre, especialmente del más necesitado. Y los gobernantes: que busquen la liberación y el progreso del pueblo y excluyan todo propio beneficio. Los obreros: que trabajen con amor y responsabilidad; que defiendan sus derechos sin odio y sin violencia.

Los estudiantes: prepárense con seriedad y alegría para tomar las riendas del mañana. ¿Somos campesinos? Luchemos por nuestro derechos, pero amando la tierra, el surco y la semilla.

Si somos sacerdotes, prediquemos a Cristo, su mensaje y su misterio. Pero más que con la palabra, con la vida. El Señor está cerca. Que todo el mundo conozca y se alegre ante tan maravillosa noticia. Que cada uno, en algún rato de sinceridad, examine su conducta. Ya se termina este año. ¿Lo hemos vivido como desea el Señor?

Llega de nuevo Navidad y con ella la bondad y la misericordia de un Dios hecho hombre. Arrepintámonos antes de acercarnos al pesebre. Allí encontraremos la luz y la inocencia que transformarán nuestras vidas. Entonces, como dice san Pablo a los filipenses: «La paz de Dios, que sobrepasa las medidas de la razón, custodiará vuestros corazones».

Resumiendo: en medio de la tinieblas que nos cubren, encendamos una luz de esperanza. Hagamos de esta noche del mundo una Noche Buena.

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Cuarto domingo

1. Dios quiere visitarnos

«En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel». —San Lucas, cap. 1.

Un amigo que llega es el mismo Dios que nos visita: así lo entienden muchas culturas del África oriental. De ahí su hospitalidad tradicional y el respeto a cuantos pisan el umbral de su casa.

La Biblia cuenta de un Dios a quien le gusta hacer visitas. Abraham encontró a la puerta de su tienda a tres jóvenes que venían de parte de Yahvé y traían una enorme noticia: Saray, la esposa del patriarca, a pesar de su edad, tendría un hijo.

También los profetas del Antiguo Testamento narran cómo el Señor visitaba con frecuencia a su pueblo. Para reiterarle su amor y exigirle a la vez un cambio de conducta.

Ya en el Nuevo Testamento, el cántico de Zacarías comienza alabando a Dios, porque «ha visitado y redimido a su pueblo». Y el Evangelio de san Juan nos dice que el Altísimo quiso poner su tienda entre nosotros. Pero «los suyos no lo recibieron».

Jesús, antes de nacer en Belén, visita a su futuro precursor, quien todavía reposa en las entrañas de Isabel. «Por aquellos días —escribe san Lucas—, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel».

Durante cuatro días, nuestra Señora, integrada quizás a alguna caravana que se dirigía al sur, recorrió 150 kilómetros desde Nazaret a esa ciudad que el Evangelio no distingue. San Lucas dice solamente que María fue a la montaña. Y montaña era para los galileos toda la región del sur, en contraste con las costas bajas y la llanura de Esdrelón, que se miraban desde Nazaret. La tradición señala que Isabel y su esposo vivían en Ain-Karim, una aldea cuyo nombre significa «la fuente del viñedo».

Un oasis en medio de aquel paisaje árido, al que alguien compara con una sonrisa sobre el rostro marchito de una anciana.

María llega donde su prima, que la aguarda a la puerta, y este es el momento en que la Madre Jesús recita su canto del Magníficat. Mezcla de inspiración personal y de expresiones del Antiguo Testamento, que la Iglesia ha conservado como plegaria oficial del agradecimiento. Había una razón universal para agradecer al Señor esta visita que Él iniciaba entre su pueblo.

Quien nos visita señala que para él somos importantes. Viene generalmente a expresarnos cariño, amistad, benevolencia. A motivar las mutuas relaciones que de pronto estarían desgastadas. Casi siempre nos trae buenas noticias y adorna su presencia con el ritual de los obsequios.

Hoy volvemos a revivir la visita del Señor a la tierra. En Navidad Dios nos demuestra que para Él todos somos importantes. Viene a expresarnos su cariño. Nos trae buenas noticias: hay razones para seguir luchando y esperando. Y añade aquellos dones que sólo Él puede ofrecernos.

«Ven a nuestras almas, ven, no tardes tanto», rezamos en este tiempo de Adviento. Sin embargo, si hay alguna tardanza en esta visita del Señor, no es suya la culpa. Sólo nuestras actitudes personales pueden retardar este encuentro.

2. Camino de Ain-Karim

«En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judea. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel». —San Lucas, cap. 1.

Con excepción de la franja marítima, toda Judea es región montañosa. Al contarnos la visita de Nuestra Señora a Isabel, el evangelista no se preocupa por señalarnos a dónde va María. Nos dice solamente que va «aprisa a la montaña».

Sale de Nazaret muy temprano. Desciende a la llanura de Esdrelón. Después atravesaría los montes de Samaria, por Siló, hasta llegar a Jerusalén. Ya faltan únicamente seis kilómetros. Desde allí, el camino se retuerce hasta Hebrón y enseguida descubre a Ain-Karim, sobre la falda del monte.

No menos de cuatro o cinco días de peregrinación. Posiblemente la Virgen cabalgaría un asnillo —los borricos aparecen en muchas escenas bíblicas—, o a pie, como pobre, para visitar y atender a su prima Isabel, quien a pesar de su edad, va a dar a luz un hijo.

En los últimos años, especialmente con el papa Juan Pablo II, la Iglesia va de visita por todos los lugares de la tierra.

Así cumple su misión y realiza los planes de Cristo.

Como Nuestra Señora, la Iglesia no puede estarse en casa. No tiene morada permanente y lleva por uniforme un par de sandalias y un bordón.

Sin embargo, muchos la quisieran estática, meramente asistencial, compañera de nuestra timidez. Desearían que nunca se arriesgara más allá de los guetos y las seguridades.

Pero a la Iglesia, que es madre universal, le pesa en el alma la preocupación por todos los hombres

Le duelen lo mismo los achaques de sus prelados ancianos, que el hambre de tantos niños del África, o el analfabetismo de muchos en América Latina.

Le golpean los hacinamientos de Hong Kong, la desnutrición de los campesinos bolivianos y los crecientes problemas de la civilización socio-industrial.

Tiene que proveer a la buena marcha de los seminarios, a la expansión del Evangelio en los lugares de misión, al equilibrio entre la justicia y la paz y a la administración de sus bienes. Y, mientras tanto, debe descifrar los signos de los tiempos.

Es una madre muy atareada y solícita.

Cuando decimos Iglesia, casi siempre pensamos en jerarquía. Pero todos los bautizados conformamos la Iglesia: obispos, sacerdotes, religiosos y laicos. Somos Iglesia todas las fuerzas vivas de esta comunidad de Jesús que queremos poner por obra sus programas.

Si algunos nos quedamos al margen, la Iglesia nunca podrá atender a todos sus quehaceres: muchos jamás contemplarán el rostro de Cristo. Muchos nunca podrán oír su voz.

Cada creyente está invitado a bordear la montaña de Samaria, para decirle al mundo: «Alégrate, porque el Señor hizo en mí maravillas».

3. La Virgen va de viaje

«María se puso en camino y fue aprisa a la montaña; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel». —San Lucas, cap. 1.

A 3.265 metros de altura sobre una cumbre de los Alpes, Juan Pablo II bendijo, hace algunos años, una imagen de Nuestra Señora. Bajo el frío y la nieve, el papa enviaba al mundo este mensaje:

«Hacia ella, María, dirijan su mirada llena de amor y de esperanza todas las iglesias, todas las tierras, todos los hombres».

Y en Navidad, todos los creyentes volvemos a contemplar a María, la madre de Jesús. Ella que un día se fue de viaje hasta Ain-Karim, donde su prima Isabel esperaba un hijo. Después iría a Belén, a cumplir el decreto de César Augusto. Más tarde a Nazaret, a Egipto, a Caná, a Jerusalén, a Efeso…

Nuestra Señora visitará nuestros hogares en esta Navidad. Es ella la Madre de la Iglesia, y no podría estar ausente de esa comunidad cristiana que es la familia. Allí su imagen nos la recuerda y nos hace más viva su presencia.

Ella viene a decirnos que fue pobre. El pan era escaso. Nos dirá lo que sabe de ausencia, de angustia, de enfermedad, de la incomprensión de los vecinos, de la soledad de la viudez. Nos contará lo que sintió en la huida a Egipto, cuando condenaron a muerte a Jesús, cuando se vio desamparada…

Pero también sabrá sonreír, enjugando una lágrima de gozo, si le preguntamos por la noche de la primera Navidad y por el día de la Resurrección.

La Virgen María nos enseñará a rezar, a tener fe en Dios a todas horas, a vivir simplemente.

Su visita nos hará mucho bien. Para algunos será madre que comparte las penas. Para otros vendrá como Salud de los Enfermos y Consuelo de Afligidos. Para muchos como Refugio de Pecadores. Todos necesitamos de su cariño maternal. Para olvidar un pasado que nos todavía nos hiere. Para reconciliarnos con nuestra historia personal. Para soñar un futuro mejor de honradez y de sinceridad.

Es tan santo el Señor y tan limpio de culpa el pesebre de Belén, que quizás no nos atrevamos a acercarnos bajo el fardo de nuestros pecados.

Pero María tiene sus manos y su ministerio maternal, para engalanarnos el corazón y la conciencia. De lo contrario, no podríamos mirar al Niño de Belén. Ni la bondad de Dios que se refleja en los ojos inocentes de nuestros niños, cuando llega de nuevo Navidad.

María va de visita a nuestra casa. Abrirle de par en par la puerta es vivir a plenitud la Navidad.

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