Introducción
Alguna vez me preguntó un estudiante: ¿Para qué sirve un cura entre nosotros? Le respondí: Tendríamos primero que preguntarnos qué es un sacerdote. Si no sabemos qué es, será difícil comprender qué hace, qué servicio presta a la comunidad.
Y comencé a explicarle: Cada persona tiene muchas facetas. Somos como un cuerpo geométrico de muchos lados. Nos relacionamos con la familia, con el colegio, con el deporte, con el dinero, con la sociedad, con Dios.
En cada uno de estos campos encontramos personas que nos dan la mano y nos ayudan. Pensemos en el padre de familia, el maestro, la madre de familia.
El sacerdote tiene el oficio de ayudarnos en nuestras relaciones con Dios. También le llaman pontífice, porque es como un puente que nos une con el Señor. Es una presencia, un recuerdo viviente, un reemplazo de Cristo: Anuncia, apoya, ilumina, aconseja, celebra los sacramentos, es amigo, orienta, consuela.
Queremos presentar en estas páginas diez rostros de sacerdotes. Los encontraremos cualquier día a nuestro paso. Son miembros de nuestra comunidad, vecinos nuestros, quizá parientes cercanos. Pero frecuentemente ignoramos su vida, su tarea, sus actividades, su labor muchas veces silenciosa, pero siempre fecunda…
Cuando los miremos de cerca, los apreciaremos mucho más y estaremos de acuerdo: Son nuestros amigos de tiempo completo.
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Pero cada vez más feliz
Germán nació en algún pueblo de nuestra arrugada geografía. Su familia, la de una clase media sin otros abolengos que una arraigada fe cristiana y un amor asiduo al trabajo. Cinco hermanos: una monjita, misionera en Honduras, un comerciante, un médico, una profesora y el último, estudiante de bachillerato.
Apenas ordenado, Germán se inició al lado de un viejo párroco de pueblo. Dos años después, en la capital, como vicario de otra parroquia y ahora, al frente de una pequeña comunidad rural.
Sus preocupaciones: Cuatro escuelas de campo, el techo de la capilla que amenaza derrumbarse por la invasión del comején, el acueducto de una vereda que apenas va a medio camino, la situación de alarmante pobreza de la mayoría de sus gentes, la evangelización de sus feligreses.
Detrás de todo eso se esconde un alma delicada y sensible. En sus ratos libres, que son pocos, trata de ponerse al día en teología pastoral, suena la guitarra que le ha acompañado desde el seminario y pinta en un improvisado taller.
Se levanta todos los días a las cinco, reza el breviario, mantiene muy limpia su capilla, visita a los enfermos, quiere a su gente y se deja querer, con ese cariño amable y respetuoso de nuestros campesinos.
Parece que desde su llegada nada se ha transformado en la parroquia. Pero a la hora de la verdad, se advierte que todo empieza a reverdecer, como los prados después de las primeras lluvias.
Hoy acude más gente a la misa, se sienten más los vínculos comunitarios entre los vecinos. Ha disminuido la embriaguez, los niños reciben mejor catequesis en la escuela y aún en el hogar, la justicia en los salarios y en las relaciones de trabajo ha avanzado, son muy pocos los que no saben leer ni escribir. Hasta un pequeño coro se ha formado para solemnizar las misas de los domingos y hacerse presente en las fiestas comunales.
Y Germán se siente bien. Cada mes se da una escapada para visitar su familia. Sus padres lo encuentran cada vez más delgado, pero cada vez más feliz.
Y la despedida contiene siempre las palabras rituales de nuestras madres: ¡Por Dios, hijo, no se eche encima tanto trabajo!
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Armonía entre fe y cultura
Luis Fernando gastó sus primeros años de sacerdocio frecuentando una universidad romana. De allí regresó con una idea más amplia de Iglesia, con muchas teorías en la cabeza y tres cajas muy pesadas de libros. Valga la verdad que aún no ha tenido tiempo de colocarlos en el anaquel de su cuarto.
Primero se encargó de la catequesis en un colegio de religiosas. Fue asesor de un movimiento apostólico y más tarde, lo que hace tiempos anhelaba: Profesor universitario. Pero no es solamente la cátedra y la preparación de clases hasta muy entrada la noche. También la consejería, la visita a las familias de sus alumnos, el grupo de reflexión… Los domingos, cuando las monjas de su capellanía le dan vacaciones, tres misas muy concurridas en la parroquia de un barrio que apenas comienza a nacer.
Toda la teología que sorbió en el seminario y en Roma ha sufrido una metamorfosis en su mente. Hubo necesidad de desmontarla, pieza por pieza, como si fuera una enorme maquinaria y volverla a armar lentamente, en compañía de sus alumnos y de sus feligreses del domingo.
El sentido de la fe, la razón de la existencia, el Reino de Dios, la gracia, las verdades eternas han sido revestidas de otro lenguaje, no traído desde lejos, sino encontrado en las comunidades a las cuales dirige su enseñanza.
Esto no ha sido un trabajo agradable. Tuvo que renunciar a muchas cosas y otras tantas veces se sintió atacado en lo más íntimo de su fe y de sus convicciones.
No le fue ajena la crisis de identidad, pero de allí renació con una fe humilde y un sacerdocio-servicio que lo hace asequible a todos los que se le acercan.
Luis Fernando tiene el don de decir las cosas más elevadas con palabras muy simples y de mostrar la cara amable y simpática del Evangelio.
Descubre cada día una armonía perfecta entre fe y cultura, entre revelación y ciencia, entre Evangelio y justicia. Explicar a muchos esta concordancia es el reto primordial de su vida.
Tiene rostro de profesional, cara de pocos amigos, pero cuando se acerca a los demás sabe reír con alegría espontánea y se siente hermano de la gente. Después de diez años de servicio, jamás le ha pesado haberse metido en esta aventura del sacerdocio.
Algún día lo podremos encontrar, mientras llena de gasolina su motocicleta. Siempre apurado, porque va a llegar de nuevo tarde a la Universidad.
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Lo que os digo al oído…
Si no se llamara vocación, podríamos calificarla de sicosis o por decir lo menos de un hobby un poco extraño.
La alcoba de Alejandro está llena de cables, tornillos, alambres, switches, alicates, destornilladores, aparatos eléctricos, casetes, discos, diapositivas, dibujos y carpetas. Entre tanto desorden campean y dominan su computador, un Cristo de Dalí y un retrato de su mamá, siempre torcido sobre la pared, como queriendo abandonar el recinto.
Todo ello tiene una explicación. A Alejandro, desde sus años de seminario menor lo enloquecieron los Medios de Comunicación. Nunca pudo vivir sin poner en marcha la cartelera del curso, la media hora radial, los audiovisuales, el laboratorio fotográfico improvisado en el baño de su alcoba, la sala de grabación, que elaboró cubriendo todos los muros de su cuarto con viejas cortinas de la casa.
Ya ordenado sacerdote, amplió su campo de acción: Entonces fue la hoja parroquial, la emisora local de onda corta, el audiovisual para cuaresma, terminado de carrera a fuerza de trasnochas, el discoforum con el grupo juvenil, el concurso de carteleras entre los estudiantes de primaria. Y claro, su página Web que lo desvela. Se empeña en anunciar el Evangelio ahora sí a todo el mundo.
De pronto se consiguió una beca en España y allá estuvo dos años, más que estudiando, conociendo gente, metiendo las narices en todo lo que oliera a comunicación y preguntando por todas partes.
Parece que ahora ya se siente con un anclaje satisfactorio. Conexiones con varias emisoras, y canales de televisión, un periódico parroquial que cada día llega a más lectores. Aunque una semana sale con mil ejemplares y la siguiente con cuatrocientos, debido a la inconstancia de los patrocinadores. También ha editado un material de educación en la fe, de su puño y letra, un curioso curso prematrimonial que parte no de lo que la gente debiera saber, sino de lo que la gente es y necesita.
Su angustia: Una Iglesia que participa con tanta timidez en los Medios de Comunicación modernos.
Su lema: Luce en otra pared de su cuarto con letras desteñidas: «Lo que os digo al oído, predicadlo desde los tejados». San Mateo 10,27.
Su meta: Darle al Evangelio todo el vigor y la novedad de la electrónica, para que llegue a todos los hombres.
Alejandro es otro hombre feliz. Con esa felicidad del 75% que apenas logramos soportar en esta tierra, pero que es semilla y raíz de la felicidad perfecta y perdurable.
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No se ha licenciado todavía
Un amigo médico le aconsejó al principio un clima más caliente. Después vinieron repetidos exámenes, radiografías, medicamentos de distintas especies y al final, todos sus dolores tomaron un nombre propio. Según la ciencia: Una artritis que iría reduciendo sus fuerzas y su capacidad de movimiento. Según la fe: Una cruz no fabricada por Dios, pero encontrada de paso en el camino y que serviría para tender muchos puentes hacia la vida eterna.
Luis Alberto apenas puede hoy salir de su casa, auxiliado por sus parientes, para la revisión de cada semana.
Lo demás del tiempo se le va en rezar, sobre todo a la Inmaculada para quien conserva desde niño una devoción entrañable. Lee muy poco porque rápidamente se fatiga. Escucha las noticias, mira la televisión y otros ratos dormita en su silla, cuando no se dedica a recordar. Pero nunca se ha sentido licenciado de su sacerdocio. Desde su Misa comparte todas las inquietudes del mundo y es solidario con todos «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de todos los hombres».
Cuando celebra en su silla de ruedas, rodeado de una miniparroquia de parientes y vecinos, vuelve a avivarse la llama de su celo y comprueba que su sacerdocio es ahora más eficaz, mediante la fuerza del dolor.
Con frecuencia recibe a quienes lo buscan para confesarse, amigos, muchos desconocidos y en la mayoría de los casos, sacerdotes.
No es un hombre triste. Su sonrisa, aunque un poco marchita por los sufrimientos, descubre siempre su fe, su hombría y su confianza en Dios.
En compañía de una sobrina, se pasa las horas resolviendo crucigramas o jugando al ajedrez, en partidas interminables en las cuales prefiere las fichas negras, porque dice que las blancas traen mala suerte. Querrá tal vez simbolizar la etapa amarga por la cual transcurre su existencia.
Mañana, quizá muy pronto, será la bienaventuranza, cuando se cancelen todos sus dolores y lo que él ha vivido y predicado aparezca, ya no en espejo y en adivinanza, sino en la verdadera realidad de los cielos.
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Enviado por la Iglesia
A Javier le sonaba desde pequeño esto del sacerdocio. Pero le gustaba igualmente ayudarle a la gente más necesitada.
Se pasaba las vacaciones en la finca de su familia, conversando con la gente pobre del entorno, participando en los juegos de sus hijos y ayudándoles en sus labores.
Cuando cursaba sexto de bachillerato, buscó juntar en una sola vocación sus dos ambiciones. La solución fue esta: Sería sacerdote misionero. Hoy lo encontramos en un lejano país, anunciando el Evangelio a otras culturas.
Después de seis meses en Europa, en un curso de idiomas, también ahora se defiende en el dialecto de su gente y sobre todo ha aprendido a amarla de un modo insospechado. Visita las comunidades rurales, se preocupa de los líderes, estudia la religiosidad popular, trata de asimilar la cultura de estos pueblos.
Con sus compañeros de misión logró mejorar el puesto de salud, abrir varios pozos en la región y poner en varias escuelas nocturnas.
Al principio le costó mucho la adaptación: Las costumbres, el clima, la alimentación, la lejanía de la patria, el choque de su temperamento ordenado y metódico contra todos los imprevistos de una vida misionera.
Pero hoy se siente realizado. El balance de sus seis años de tarea arroja un saldo positivo. Sabe que está gastando su vida entre gentes que lo necesitan. Comprueba que los líderes y los catequistas se capacitan y las comunidades avanzan, aunque sea lentamente.
Se siente enviado por la Iglesia universal, pero a su vez por la iglesia particular donde nació a la fe, en la cual se educó y a la cual representa en territorio distante.
Cuando recibe cartas de sus amigos y bienhechores, capta de nuevo que su labor no está desligada del esfuerzo de otros sacerdotes por cultivar la fe adulta en las parroquias, y es consciente de su unión con tantas familias cristianas que lo animan y respaldan.
En fin, mira con inmensa alegría que la Iglesia va naciendo a su alrededor por la gracia del Señor y por la entrega generosa de su vida.
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Un tomo de historia universal
La otra selva, la de cemento se extiende metros y metros arropando manzanas y calles, cobijando rudamente negocios, vehículos y gente.
Bajo esta selva arisca vive Juan. Lo encontramos en una de las oficinas de la curia arquidiocesana, después de haber recorrido muchos puestos en el andamiaje pastoral de la Iglesia.
Es un hombre pulcro, grave, con cierta severidad en el rostro que es el sumario de un tomo muy extenso de historia universal contemporánea. Aunque sabe mirar con tierna ingenuidad detrás de sus gruesos lentes.
Ha venido a ocupar este lugar, en parte por su tino y discreción, en parte porque su salud ya no le permite otras fatigas.
Pero no es un frío funcionario que cumple su tarea sin cariño. En la mañana celebra la Misa en un asilo de ancianos, comparte con ellos la Eucaristía y su capacidad de comprensión, de apoyo y de esperanza.
En las tardes, al terminar su pesado trabajo, se esconde detrás del confesionario de alguna iglesia parroquial, a donde van llegando muchas gentes anónimas en busca de una palabra comprensiva, de una fuerza sobrenatural y de esa alegría que trae la reconciliación con el Señor.
Los fines de semana sale a un corto paseo con un sobrino a quien ayudó a terminar en la universidad, o celebra el matrimonio de un antiguo discípulo, o bendice la casa de unos amigos.
Vive con una hermana soltera, gusta del buen café, lee mucho y suele escribir cartas a sus antiguos compañeros de estudio. Colecciona estampillas, pipas y libros de historia.
Acostumbra celebrar la Navidad en una lejana vereda, muy cerca de donde fue párroco quince años. Todavía recuerda los nombres de muchos vecinos y se admira de cómo corre el tiempo: Aquellos que en otro tiempo bautizó ya han formado nuevos hogares.
Por otra parte, Juan habla poco pero con cierta ironía sutil que para muchos es gracia y otros califican de suficiencia. Ayuda silenciosamente con su escaso dinero a varias familias pobres y se siente pequeño ante Dios, pero grande en necesidades. Es confidente de sus superiores y conoce la vida y milagros de muchas personas, aún de jerarquía. Pero todo esto le sirve para seguir estudiando historia, para balancear a cada uno con sus grandezas y miserias. Para reírse a solas, con un rictus de suave misericordia.
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Un hombre de fe y de esperanza
Darío es párroco en la ciudad. Un viejo templo de ladrillo, una casa cural antigua, por la cual han desfilado muchos sacerdotes. Al frente, una plaza mal cuidada donde murieron las bombillas y se marchitaron los jardines y donde, por las tardes juegan fútbol los muchachos del barrio.
En la torre, tres campanas que quizás vinieron desde Italia y alrededor las casas, los solares, los apartamentos, los negocios de una comunidad proletaria, cuyos problemas apenas alcanzan a llegar hasta su párroco en un reducido porcentaje. Pero aún es menor la capacidad del sacerdote para remediarlos.
A los tres meses de llegado, Darío comprendió perfectamente: Tenía vocación de pastor, pero no de mago todopoderoso.
Ante un programa tan extenso se dedicaría, con todo su esfuerzo y buen humor, a hacer lo que estuviera a su alcance. Cristo no sanó a todos los leprosos, ni curó todos los ciegos, ni resucitó todos los muertos, ni multiplica el pan indefinidamente para el hambre que regresa cada mañana.
Su influencia pastoral llega a unos pocos, pero procura ser amigo de todos: De los que vienen y de aquellos a quienes es necesario ir a buscar.
Ha podido revitalizar, con nuevos bríos, los grupos de apostolado ya existentes. Nunca deja de acudir donde lo llaman: Enfermos, bendición de anillos, los ochenta años de la abuela, el grado de una niña, cuando regresó el hijo de Nueva York, cuando los esposos andan de pelea o aquel muchacho intentó suicidarse.
Cada día descubre nuevas necesidades y nuevos dolores. No alcanza a hacer más. Tan sólo está presente. Sus fieles se encargarán de leer en sus ojos y en su rostro que es un hombre de fe y de esperanza. Lo demás lo encarga a la fuerza misteriosa de su sacerdocio. Es el poder de Dios que transforma a los hombres y su historia, aunque no lo advirtamos visiblemente. Sabe muy bien que cada sacramento es la incursión de Cristo en el mundo para realizar la salvación.
Hizo pintar la iglesia con la colaboración del grupo juvenil. Logró para el puesto de salud dos médicos jóvenes, que cumplan los horarios y atiendan con gusto y vocación a los pacientes.
Ahora ha comenzado una biblioteca para los estudiantes del barrio y la parroquia tiene otra cara, otra imagen, otra influencia más decisiva y profunda en todos los vecinos.
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Una colección de parroquias
Jairo no quería. Pero al fin sus superiores lograron convencerlo. Le parecía un absurdo abandonar su querida parroquia, sus comunidades pobres, la pintoresca variedad de su vida apostólica, para irse a encerrar nuevamente entre los muros del seminario. A tal hora levantada, clase, descanso, recreo, clase, tiempo libre, corrección de tareas, conferencias… y escuchar los pequeños problemas de sus alumnos, tratándolos con la minuciosa atención que se debe a los conflictos internacionales.
Después de algunos meses de continua añoranza, Jairo no acabó de resignarse. Pero se encontró consigo nuevamente en un contexto de alegría.
En su memoria renacieron los mil y un recuerdos de su vida de joven. Sintió que una nueva adolescencia le invadía el alma y comenzó a rehacerse intelectualmente. Se dedicó en los ratos libres al estudio de idiomas, que en la parroquia nunca pudo emprender y sintió que tenía a su cargo toda una colección de parroquias, tantas cuantas presidirían mañana sus alumnos.
Aprendió a pulir su espíritu en la oración metódica, en la disciplina de un horario, en la escucha de lo que piensan y sienten los jóvenes de hoy que buscan el sacerdocio. Pudo mirar las estructuras pastorales desde cierta distancia, con beneficio de perspectiva. Captó un ambiente pluralista y benéfico que en su trabajo parroquial nunca había detectado, e intuyó nuevos caminos para predicar el Evangelio.
Como su padre murió hace seis años, todo su amor de hijo, de hombre y de sacerdote se lo dedica a su mamá, a quien puede visitar cada semana. Le ayuda en el cultivo del jardín, recorta la hierba del frente, la acompaña al mercado y goza compartiendo con ella esos acontecimientos rutinarios que se presentan en un hogar común y corriente.
Jairo no es rico pero tampoco miserable. Ayuda a los suyos con su modesto sueldo, aunque mejor podría emplearlo en comprarse un vestido o unos zapatos, o para adquirir la colección de música clásica que tanto ha deseado. Quizá en Navidad pueda lograrlo.
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Caminando a su lado
Es cierto que su vestimenta no es la más aceptada por sus superiores ni por sus familiares. Pero Antonio se siente bien así, entre sus amigos que son los jóvenes de todas las pelambres.
Hace ya siete años que el obispo lo ordenó sacerdote, poniéndole las manos sobre la cabeza, enviándolo a predicar el Evangelio, a celebrar Misa y a perdonar pecados.
Comenzó su ministerio como vicario de una parroquia suburbana, pero a los pocos meses se dio a conocer su carisma: La pastoral de jóvenes. Hoy, aunque sigue ligado a una de las parroquias, su campo de acción es la pastoral juvenil y vocacional.
¿En qué gasta las veinticuatro horas del día? Ni él mismo lo sabe muchas veces. Porque el tiempo corre velozmente, mientras prepara una charla, programa un boletín, idea un afiche, motiva la Pascua Juvenil, se reúne con un equipo dirigente. O bien, acude a solucionar una crisis, escucha a alguien que necesita desahogarse, promueve a éstos, detiene un poco a aquellos y camina por todas partes con el alma indefensa, expuesta a quien quiera robarle su tiempo, hipotecarle el corazón y endosarle sus propias preocupaciones.
Antonio se siente a veces raro, porque mira la vida de otro modo. Al fin y al cabo, su ministerio sacerdotal ha sufrido una simbiosis casi plena con la mentalidad de los jóvenes. Para ellos, este mundo prefabricado y postizo en que nos movemos los adultos es solamente una solemne comedia, con aspectos muchas veces de tragedia. Todo ello le mueve a orar con una oración simple y a veces desgarrada que no entiende, pero ama. Que no razona, pero sabe esperar. Que no ve claramente la luz, pero aguarda a todas horas la mañana.
Se alegra de comprender a los jóvenes un poco más que otros, inclusive que los propios padres de familia. Sabe de sus luchas, de sus esfuerzos, de sus contradicciones, de sus románticos sueños y de sus amargas derrotas. Pero aprendió a acompañarlos, a no darles una fe construida sino los elementos para edificarla.
A su lado, muchos jóvenes se sintieron llamados por el Señor a la vocación sacerdotal o religiosa. Él nunca los invitó directamente. Tan sólo caminó algunos días a su lado y ellos miraron que era bueno ser «así», es decir, como Cristo, en medio de una descomplicada sencillez.
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Equilibrar la balanza del mundo
El mundo obrero, con sus tensiones y angustias es el ambiente en que se mueve la vida de José. Antes de entrar al Seminario cursó dos años de sociología. Luego, la universidad de la vida y sus lecturas lo han capacitado en derecho laboral, marxismo, economía, doctrina social de la Iglesia y otras yerbas.
Madruga cada día a celebrar Misa donde unas monjas de clausura, escribe poemas de protesta, lee y fuma mucho, juega basquetbol, habla de arte y es un hombre piadoso, aunque no lo parezca por su aspecto descuidado e informal.
Sabe compartir con sus amigos la cerveza y el billar, pero desde un hondo convencimiento de su misión de anunciar el Evangelio.
De vez en cuando lo llaman de madrugada a administrar un moribundo. Entonces atraviesa las calles, llenas de penumbra, con su chaqueta oscura y su andar pesado. Se queda un buen rato conversando con los familiares del enfermo sobre temas intranscendentes, que llevan sin embargo cosido al hilván un trozo auténtico de Evangelio.
Es un hombre de cara adusta y ojos hundidos. Pero lleva siempre consigo un trasfondo de ilimitada ternura y sabe reírse con inocencia de las cosas, de las personas y de las peripecias de la vida.
Sueña cada noche con un mundo feliz, donde no haya opresión, ni injusticia, ni pobreza, ni odio.
Pero sabe muy bien que éste no llegará sino por el cambio interior del corazón del hombre.
Por esto, antes de enfrentar entre sí los grupos sociales, continúa sembrando el Evangelio que es como una semilla, y posee la fuerza de la sal, la terquedad de la luz, la sutil insistencia del agua para transformar los árboles desde la oscuridad de las raíces.
Una tarde acompaña a un sindicato, otra, asesora a los dirigentes de una cooperativa, se reúne con un grupo de deporte, o colabora en una obra de teatro a favor de la guardería infantil.
No desea nada más, lo cual es signo de felicidad cumplida. Pone cada día un grano de arena buscando equilibrar la balanza del mundo y preparar los caminos, para que regrese el Señor.