Enséñanos a amar
En un aeropuerto parisiense, un joven profesor de Costa de Marfil observaba, con estupor, las voluminosas cajas que había transportado un avión carguero. De pronto, apoyando la frente contra el ventanal, empezó a sollozar. Se acordaba de los niños y los ancianos de su patria. Aquel enorme cargamento consistía en alimentos para perros y gatos.
Frente a las injusticias del mundo actual existen tres caminos: El primero, quedarnos en silencio, luchar por la propia subsistencia y esperar que se haga justicia más allá de la muerte.
Otro camino sería lanzar a los hombres a la violencia, prender su corazón como una bomba incendiaria, armar al pueblo para que derribe el sistema.
Los cristianos aprendimos de Jesús un tercer camino: Sembrar el amor entre los que todo lo tienen y en aquellos que todo lo necesitan, invitándolos a encontrarse fraternalmente, en un lugar intermedio de la frontera, donde domina la caridad.
Nosotros enseñamos a amar, decía un misionero. No logramos cambiar de una vez las estructuras. Denunciamos que muchas de ellas son injustas, pero cambiarlas de raíz nos quitaría mucho tiempo. Mientras tanto, se nos puede morir un niño por falta de un vaso de leche. Nuestra vocación es anunciar a Jesucristo que vive y ama por nuestro ministerio.
Es fácil criticar al misionero que reparte el pan, que traslada en su viejo jeep a un enfermo, que recoge del barro a un moribundo. A la misionera que aplica inyecciones, improvisa en la selva un dispensario elemental, limpia las llagas a un leproso, que atiende a una mujer a punto de ser madre. Algunos afirman que nuestra labor asistencial retarda el cambio de estructuras.
¿Pero podemos dejar eso de lado? El programa de Cristo comprende un mejoramiento total de los hombres. Si no realizamos estos servicios, ellos no entenderían que Dios los ama. No creerían que nosotros los amamos. Colocamos las bases para un cambio total de las estructuras, por nuestro compromiso con los más débiles.
En Calcuta, un moribundo le decía a la madre Teresa: «Repíteme eso otra vez, porque me hace mucho bien. Siempre he oído decir que nadie nos quiere. Es maravilloso saber que Dios nos ama. ¡Dímelo otra vez!».
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Historia y prehistoria
Pero este amor de Dios, que anunció la Madre Teresa a un intocable de la India, posee una larga historia: Veinte siglos de vida cristiana. Miles de hombres y mujeres, ancianos, adultos y niños, que han dado la vida por Cristo. Millones de seres humanos que en todas las lenguas de la tierra confiesan: Jesús es el Señor. Infinitos volúmenes que nos entregan el mensaje del Evangelio. Innumerables gestos de amor y de bondad, entre los hombres de todos los siglos. Las culturas y las artes contagiadas por la persona de Jesús de Nazaret. Las realizaciones admirables de la Iglesia en medio de los pueblos. Y también sus limitaciones, que la hacen humilde y necesitada de la fuerza y la luz del Señor. Miles de hombres y mujeres que, dejando su familia y su patria, se han aventurado por los mares, ríos, montañas y desiertos, en busca de grupos humanos con quienes compartir la fe.
Pero también ese amor tiene una prehistoria. Cuando nos remontamos en busca de las raíces de nuestra fe, descubrimos algo sorprendente. Más allá de una Iglesia visible, con sus realizaciones externas y sus estructuras. Más allá de su teología y de sus sacramentos, más allá del Sermón de la Montaña y de la persona de Jesús, nos encontramos cara a cara con el Padre de los cielos.
Ese amor, que no se puede definir, nos lo describe el capítulo 6 de San Mateo. A Dios no le gusta que vivamos de apariencias. Desea que le hablemos desde la sinceridad del corazón. Nos invita a llamarlo Padre y Padre nuestro porque todos, buenos y malos, justos y pecadores, somos sus hijos. A El podemos confiar todas nuestras inquietudes y el afán que nos pesa cada día. El madruga a cuidar de los pájaros y a vestir a los lirios.
Por lo tanto, un buen hijo de este Padre se preocupa, ante todo, por promover el Reino de Dios. Todas la otras cosas se nos darán por añadidura.
El Señor tiene sólo un deseo: Que todos los hombres se salven. Para esto envió a su unigénito, Jesús. Este vino a la tierra a anunciarnos el amor de su Padre. Y todo lo que encierra el cristianismo se resume en un solo mensaje: Padre nuestro.
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Domund de año 1
El primer Domingo Universal de las Misiones fue en Pentecostés. No hubo bazares, ni colectas, pero sí se congregó allí un nutrido grupo internacional: Partos, medos, elamitas, habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Pamfilia, Egipto…
Fueron estos los oyentes de aquel solemne manifiesto de Pedro, el jefe del grupo apostólico.
«Escuchad, dice el primer papa: Dios resucitó a Jesús librándolo de la muerte. De ello nosotros somos testigos. Por lo tanto, vuélvanse a Dios y bautícense en nombre de Jesucristo y El les dará su Espíritu. Esta promesa es para ustedes y para sus hijos y también para todos los que están lejos».
San Lucas nos cuenta que aquel día, unas tres mil personas se agregaron al número de los creyentes.
Pedro le abre a la primitiva Iglesia el horizonte de un universo, al cual es necesario anunciar el Evangelio.
Aunque esto se llevó a cabo poco a poco. Al principio los apóstoles entendieron que debían comenzar su misión desde Jerusalén (Lc. 24, 47) y predicar primero a los judíos (3, 26; 13, 43). Esperaban señales que indicaran el inicio de los nuevos tiempos.
Pero, en seguida, varios signos les muestran la necesidad de encaminarse a todos los pueblos: Las persecuciones (8, 1s), la conversión del pagano Cornelio (10), la petición que hace el Espíritu Santo a la Iglesia de Antioquía (13, 2, 4) para que envíen a Pablo y a Bernabé a tierra de gentiles, el concilio de Jerusalén (15), la destrucción de la Ciudad Santa por Tito, en el año 70 de nuestra era.
La conversión de Pablo, un intelectual judío gran conocedor del medio pagano, amplía aún más el panorama.
Pablo es consciente de que todos los hombres están llamados por el Señor a la fe (Ef. 2,19-22; Col. 1, 21 s.). Por lo tanto: Anuncia a Cristo donde aún no ha sido anunciado. Escoge las ciudades principales, a las cuales acuden viajeros y comerciantes de todos los pueblos, para fundar en ellas las primeras comunidades. Trabaja en equipo con presbíteros, diáconos y laicos. (I Tim. 3, 8). Integra a las mujeres al trabajo pastoral (Rom. 16, 1, 3).
Su tarea es itinerante. Después de uno o dos años de estadía en algún lugar, entrega a líderes locales la responsabilidad de cada Iglesia (2 Tim. 4, 1 y s). Se denomina a sí mismo el Apóstol de los gentiles (I. Tim. 2; 7; Gal, 2, 7 - 8).
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Evitemos los pleonasmos
Este dinamismo de la Iglesia lo encontramos en todas las páginas del libro de los Hechos de los Apóstoles, nuestro primer manual de Misionología.
Sin embargo, de allí no podemos concluir que aquella era una Iglesia misionera. Sería esto una repetición. Era comunidad cristiana auténtica en su fe y en su acción pastoral. Más tarde, la teología se preocupará de afirmar que la Iglesia es por naturaleza misionera. No es este un adjetivo externo a su ser; es uno propio de su esencia. Como la velocidad está integrada en el movimiento, el peso de los cuerpos físicos en su densidad y el calor en la luz. Así, el impulso para anunciar el Evangelio a todos los hombres es algo intrínseco y vital en cada comunidad que se considere verdaderamente cristiana.
Sin embargo, hacia el siglo IV, ocurren varios acontecimientos que merman el celo misionero de la Iglesia.
En el año 313 Constantino es el emperador. Se termina la persecución y los cristianos entran al imperio romano, por la puerta ancha, organizándose según las estructuras civiles y políticas. La historia nos cuenta que algún obispo ingenuo de ese entonces, quien había sufrido la persecución, ante la magnanimidad de Constantino, se preguntaba si ya habría llegado el Reino de Dios.
Obviamente, la Iglesia crece en número y poder, pero desmerece en la calidad de sus miembros. Los pastores y las Iglesias locales ya no tienen ni el nervio ni el tiempo necesario para anunciar a Cristo más allá de sus fronteras.
Por esa época de decadencia cristiana aparecen los monjes, primero anacoretas, luego reunidos en monasterios. Ante el poco celo de los sacerdotes y la escasez de seglares comprometidos con la Iglesia, los papas encomiendan a los monjes el primer anuncio del Evangelio.
Se ha consumado una dolorosa ruptura que durará por muchos siglos. De allí en adelante miraremos, de un lado, a la Iglesia local, y de otro, los agentes misioneros. Casi diríamos que, ante aquélla, estos se presentan como una especie extraña, cuya tarea es con frecuencia desconocida.
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Misioneros y mártires
La Iglesia de los primeros siglos reúne en el álbum de sus testigos (mártir significa testigo) hombres y mujeres de toda clase y condición. Nobles y plebeyos, amos y esclavos, clérigos y laicos. Su sangre es más elocuente que todos los argumentos y discursos.
Estos cristianos, antes de entregar su vida por el Señor, llevaron el Evangelio a las más remotas regiones. En el año 177 encontramos en las Galias, (hoy Francia), más concretamente en Lyón, una floreciente Iglesia que ya cuenta con siete mártires, entre ellos el obispo Potino. Su inmediato sucesor, Policarpo, originario de Siria y de familia griega, padece el martirio en el año 200.
«Las Iglesias de Germania, (hoy Alemania), tienen la misma fe que las de España, las de Egipto y las de Palestina». Así escribe este santo, haciendo un inventario del cristianismo en los albores del siglo III.
Eusebio de Cesarea nos describe el celo de los primeros cristianos: «Los prosélitos comienzan por cumplir el consejo del Salvador, distribuyendo los bienes a los pobres: Luego abandonan su patria para hacer la misión de los evangelistas, con la ambición de predicar la palabra de la fe a quienes no han oído nada de ella».
La mayoría de aquellos apóstoles trashumantes han quedado en el anonimato. Eran soldados, funcionarios del imperio, comerciantes, marineros y naturalmente también clérigos. Las colonizaciones, las guerras, los negocios y el intercambio cultural favorecieron la difusión del Evangelio.
La Iglesia de Irlanda tiene la particularidad de haber florecido en un país no colonizado por Roma. Allí nació Patricio, un personaje interesante.
Hacia el año 405, unos piratas le capturaron al sudoeste de Gran Bretaña y le vendieron como esclavo en Francia. Era un pastor que había sido educado en la fe de Cristo. Después de seis años de servidumbre, logró fugarse . Pero soñaba con regresar a su patria, para anunciar el Evangelio a sus paisanos. Antes de marchar a realizar su sueño, ruega al obispo de Auxerre en las Galias, que le haga diácono. Entre tanto, fallece el monje Paladio, a quien el papa Celestino había enviado como obispo de Irlanda, y Patricio es designado para sucederle.
Patricio es consagrado por San Germán en el año 432, y así inicia un capítulo extraordinario de la historia de las misiones. Los irlandeses renuncian a sus cultos paganos y comienzan a abrazar la fe. Se funda la sede episcopal de Armagh, que anuda sus vínculos de comunión con Roma.
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De Roma a Canterbury
Otro episodio memorable de esta época, en la historia de la Iglesia, es el envío del monje Agustín desde Roma a Inglaterra.
El papa San Gregorio Magno desea intensamente evangelizar aquel país del norte. Treinta o más monjes del monasterio de San Andrés, en el monte Celio, parten a esta labor con su prior Agustín. Es la primera expedición oficial de que tenemos noticia. El documento Ad Gentes del Concilio Vaticano II nos definirá luego las misiones como «las empresas concretas con las que los heraldos del Evangelio cumplen el deber de predicar por todo el mundo y de implantar la Iglesia entre los pueblos» (A. G. 6. 3).
Llegado a Inglaterra, Agustín logra la conversión del rey Etelberto. Funda varios monasterios. El prior de San Andrés se convierte más tarde en obispo de Canterbury.
San Gregorio Magno le escribe al monje Melitón, fundador de la sede de Londres: «Advertid a Agustín que no se deben destruir los templos paganos, solamente los ídolos. A aquellos se les puede pasar al culto del Dios verdadero».
La Iglesia de Inglaterra atravesó numerosas dificultades. Feroces rivalidades enfrentaron a los príncipes paganos con sus vecinos convertidos. Pero esa Iglesia misionada se convierte pronto en Iglesia misionera.
En el 680 nace en Inglaterra Bonifacio. Educado en la Abadía de Nursling, vive allí como discípulo de Wilberto. A los 30 años recibe la ordenación sacerdotal. En el año 719 el papa le envía a evangelizar los pueblos de Germania. Funda en esta tierra monasterios, lucha con los predicadores paganos. Informado el papa de su celo y cualidades pastorales, le llama a Roma y, después de consagrarlo obispo, le encarga la consolidación de la Iglesia en los territorios germanos.
Ayudado de otros monjes venidos de Inglaterra, se dedica a la formación de un clero autóctono en la abadía por él creada. Su obra se perpetúa en aquellas regiones del norte, desde donde visita también el territorio de los actuales Países Bajos. Ya anciano de setenta y ocho años, emprende una nueva expedición, acompañado de sacerdotes, diáconos y monjes. Pero a las pocas jornadas, el grupo misionero es asaltado por una turba de paganos que los asesinan.
El imperio de Carlo Magno recogió los frutos de este valiente apóstol. Su obra, amenazada luego por enemigos y herejes, perdura sin embargo a través de los siglos en los pueblos sajones.
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Por los pueblos eslavos
Los hijos de un alto funcionario de Tesalónica, Cirilo y Metodio, llevan el Evangelio a los pueblos eslavos. Hombres letrados, Cirilo había enseñado filosofía en la universidad imperial. Ambos acuden a un llamado del príncipe Ratislav, emperador de Moravia, para un proyecto pastoral.
En un principio, las Iglesias particulares envían misioneros a otros pueblos. Luego, los papas confían el anuncio del Evangelio a los monjes y les señalan a donde ir. Más adelante, reyes y príncipes llaman misioneros a sus territorios, o los encargan de cristianizar otros pueblos. Estamos en el siglo XI.
La novedad de estos dos misioneros hermanos fue, ante todo, haber creado una liturgia adaptada a los pueblos que evangelizaron, usando la lengua nacional. Un admirable ejemplo de inculturación del Evangelio. Adriano II, el papa de entonces, aprobó y alabó aquel experimento pastoral, el cual, sin embargo, fue mal mirado por los obispos francos, quienes después de muerto Metodio, lograron proscribir la liturgia eslava.
Los cristianos de Hungría, Checoslovaquia, Rumania, Bulgaria, Polonia y países vecinos, miran en San Cirilo y en San Metodio a los padres de su fe.
Pasarán muchos siglos antes de que la encarnación en las culturas sea criterio de evangelización. Entonces, la fe cristiana comenzaba a sentirse atada a una lengua, a una cultura, a una idiosincrasia.
Pudiéramos considerar tres etapas globales en la obra misionera. Durante la primera, se lleva una Iglesia construida para implantarla en algún lugar del mundo. En la segunda etapa, nos preocupamos de adaptar nuestra Iglesia a las condiciones y situaciones de otros pueblos. En la tercera, que es la actual, con gran respeto a las culturas de los pueblos, acompañamos a éstos para que ellos mismos descubran el mensaje de Jesús. Para que hagan nacer la Iglesia de Cristo, sin perder su propia identidad étnica.
Durante el concilio Vaticano II, el cardenal Joseph Malula expresó: «Para nosotros es indispensable africanizar la Iglesia». Lo cual sonó muy mal ante otros padres conciliares.
Los Santos Cirilo y Metodio fueron afortunados, por lo menos durante un tiempo, en su esfuerzo por inculturar el mensaje cristiano. No lo fue tanto el P. Matteo Ricci, apóstol de la China, unos siglos más tarde.
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La aventura de San Francisco
Al comenzar el siglo XII, tiempo de problemas y de cruzadas, nace la orden de los frailes menores de Francisco de Asís.
Su objetivo, vivir comunitariamente un Evangelio real, en pobreza y sencillez. Pero muy pronto, aquellos frailes desarrapados y andariegos descubren su vocación misionera. Aquella que nunca se puede separar de una auténtica vida cristiana.
Cuando el poder político y religioso de su tiempo predicaba la cruzada para exterminar a los musulmanes, Francisco envía a sus frailes a convertirlos al Evangelio.
El mismo se embarcó en Damieta en 1219 y logró entrevistarse con el sultán Melef - El Kamel, aunque no tuvo mucho éxito este encuentro. Francisco regresó a Italia, pero no se dio por vencido en su proyecto.
Más adelante, sus discípulos van al Oriente Medio, donde los mongoles han vencido a los musulmanes. Llegarán a tierras armenias y rusas. Se adelantarán hasta Siria e Irak.
Bien conocemos la invaluable tarea de los franciscanos en la evangelización de América. Otro tanto podemos decir de los discípulos de Domingo de Guzmán, quien funda en 1206 la Orden de los predicadores.
La historia nos presenta enseguida a los primeros evangelizadores del extremo Oriente. Marco Polo, el viajero veneciano, los precede unos años antes. A éste encarga el gran Khan de Pekín rogarle al Papa quiera enviar misioneros a su corte.
Las dos primeras expediciones, enviadas por Gregorio X, no llegan más allá de las tierras de Armenia. Ante una nueva petición del gran Khan, viaja un franciscano lleno de experiencia, Juan de Montecovino. Se hace a la mar en el golfo Pérsico y bordeando todo el sur de Asia, toca por fin las riberas de la China.
Juan de Montecovino, aceptado por la corte real, es impugnado sin embargo por algunos herejes que ya están allí por gracia de los mercaderes. Sin embargo, dentro de poco tiempo la Iglesia de China tendrá una sede episcopal en Zaitón.
Años después, con el cambio de monarquía, las cosas no continuaron tan prósperas. En la actualidad el inmenso imperio chino, cerrado por muchos años al cristianismo, empieza a abrirse al Evangelio en medio de muchas dificultades. Esta apertura es un signo de los tiempos para nosotros los cristianos del Tercer Mundo.
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Se amplían las fronteras del mundo
A finales del siglo XV, el descubrimiento de América y de las Indias Orientales demostró que los doctores escolásticos de la Edad Media —Alejandro de Halles, Alberto Magno, y Tomás de Aquino— habían sido bastante optimistas. Estos afirmaron que ya no había lugar del mundo donde no se hubiera predicado el Evangelio.
Las bulas del Papa Alejandro VI repartieron los pueblos descubiertos entre los estados descubridores. Aunque éstos al principio no estuvieron de acuerdo con la demarcación pontificia, luego la aprobaron y se dieron a la tarea de colonizar, lo cual incluía, según la visión de la época, llevar una lengua y una fe.
Aquí es necesario pasar por alto muchos detalles y nombrar solamente a los héroes de esta epopeya.
En primer lugar, san Francisco Javier, el apóstol de Oriente. Enviado por el rey de Portugal, por diversa ruta a la de Juan Montecorvino, llega hasta la India y al Japón y muere frente a las costas de China.
Es digno de notar que en tales épocas, las Iglesias particulares tienen poco que ver en este programa de evangelización. El Papa se confía a los reyes y éstos tienen en los frailes súbditos obedientes que anuncian la fe en países lejanos.
Sin devaluar la obra misionera de estos tiempos, es bueno anotar dos cosas: Los reyes saben bien que la cristianización de los nuevos pueblos tiene como fruto una fidelidad política, creándose así una confusión entre la cruz y la espada, que hoy miramos inadmisible. Además, estos ilustres misioneros van a entregar su vida en el anuncio de Cristo. Pero aún no se entendía que era necesario convertir esas nuevas Iglesias en comunidades misioneras. Prueba palmaria de esto la encontramos en América Latina. Solamente hoy, después de cinco siglos de evangelización, hallamos en nuestro continente elementales síntomas de misionerismo más allá de nuestras fronteras.
El 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón, con sus tres carabelas, toca en la isla de Guananí. Se abre un inmenso continente para la evangelización. Con los primeros soldados y aventureros que buscan un nuevo camino hacia las Indias Orientales, llegan también los misioneros: Son franciscanos, dominicos, mercedarios y más tarde, agustinos y jesuitas. A ellos debemos la fe cristiana de América Latina.
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Los ritos chinos
Después de San Francisco Javier, los jesuitas continuaron con el encargo de la misión en el Extremo Oriente.
Se ganan el aprecio de los príncipes y del pueblo por su nivel cultural y por su calidad de vida, en contraste con la relajación de muchos conventos budistas. En el Japón, los misioneros se preocupan de la promoción del clero local. Para su tiempo era un atrevido sueño. Pero otros evangelizadores no están de acuerdo con tal proyecto, lo cual a veces lo retarda. Hoy encontramos como criterio primordial de la evangelización, en cualquier aparte del mundo, el cultivo de las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa en los pueblos evangelizados.
Pero un problema de mucha resonancia tiene lugar en China con otro jesuita, el Padre Matteo Ricci. Este había llegado a aquel país en 1583. Sin ocultar que era sacerdote católico, se presentó como sabio matemático llegado de Occidente para escuchar a sus colegas orientales. Habiendo aprendido perfectamente el idioma, encontró valiosas amistades y logró publicar varias obras sobre la religión cristiana. Convencido de la necesidad de respetar los valores de aquel pueblo, se dio al estudio de los ritos tradicionales de la China, afirmando que no eran «ciertamente idolátricos y quizás ni siquiera supersticiosos». La tolerancia que, con plena conciencia, le había otorgado a la cultura de oriente, fue causa de su éxito entre las clases altas del imperio.
Por otra parte, buscó adaptar la monolítica liturgia romana a la mentalidad china y usó la lengua nacional para muchos actos culturales. La malevolencia de otros grupos misioneros y las críticas acerbas ante Roma, lograron que los esfuerzos del Padre Ricci fueran tenidos como imprudentes y, a la larga, proscritos por las correspondientes autoridades. La obra del Señor avanza lentamente, pasajera de la historia de los hombres.
Por aquella época tuvieron lugar varias expediciones de los jesuitas hacia Canadá, donde misionaron especialmente a los iroqueses.
Allí encontramos un grupo de mártires a quienes la Iglesia colocó en los santos: Isaac Jogues, Juan de Brebeuf y sus compañeros.
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Nuestros antepasados en la fe
Innumerable y anónima en la mayoría de los casos, es la lista de misioneros que, desde la madre España, llegaron a nuestro continente americano.
Fray Junípero Serra, quien evangelizó el norte de México y el sur de los Estados Unidos. Fray Bartolomé de las Casas, obispo de Chiapas y Veracruz y más tarde protector de los indígenas ante la corte de España.
Fray Juan de Zumárraga, obispo de ciudad de México, cuya tarea pastoral está ligada a las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe. Bajo su iniciativa los franciscanos fundaron, en las afueras de la capital, el colegio de Tlaltelolco donde se educaba a los indígenas con miras al sacerdocio. Estos, aunque llegaron a hablar con perfección el castellano y el latín, parece que no pudieron librarse de sus condicionamientos paganos. La experiencia fracasó unos años más tarde, sin haber logrado ningún sacerdote autóctono.
También fue célebre en México el obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, a quien los nativos llamaron «Tata Vasco». Amaba entrañablemente a los indios y su ideal misionero fue revivir la Iglesia primitiva. Su «República de Indios» buscó hacer de estos hombres políticos y cristianos.
Santo Toribio de Mogrovejo, obispo de Lima, quien convoca en 1552 el primer concilio latinoamericano. En esta asamblea se ordena a los párrocos aprender la lengua de los nativos.
En Brasil, encontramos como misioneros al beato José Anchieta y al Padre Nóbregas. En el Cono Sur, a San Francisco Solano. En Colombia, a San Pedro Claver, apóstol de los negros, y a San Luis Beltrán. En Venezuela, al Padre José Gumilla.
La gesta evangelizadora de América Latina es una larga historia de esfuerzos de la Iglesia, muchas veces a tientas, por ser fiel al ideal de Cristo. No se excluyen de ningún modo sus desaciertos en sus compromisos con fuerzas ajenas al Evangelio.
Mientras tanto, se funden lentamente las tres razas que nos dieron origen: europeos, indios y negros. Y el Señor realiza su obra, a pesar de las limitaciones de los hombres. Cuando revisamos nuestra historia, caemos en cuenta del valiosísimo legado que heredamos y comprendemos que «finalmente ha llegado la hora de proyectarnos más allá de nuestras propias fronteras».
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Una novedosa iniciativa
Los acontecimientos del siglo XV, el descubrimiento de América y el encuentro de las Indias Orientales, probaron una vez más que la mies es abundante y pocos los obreros.
Era lógica la preocupación de los hombres de la Iglesia por crear una entidad que promoviera y enviara misioneros a todos los rincones del mundo.
Algunos papas, como Gregorio XIII, pensaron que lo más oportuno sería organizar seminarios para formar misioneros, y así se llevó a efecto. Otros, como Clemente VII, creen más eficaz un organismo central que unifique y oriente las diversas iniciativas misioneras.
El 6 de enero 1622 nace la Congregación de Propaganda Fide. Seis años más tarde, Urbano VIII inicia en Roma un seminario especializado para las misiones, que luego se denominaría universidad Urbaniana.
A los tres siglos largos y medio de la fundación de la Propaganda Fide, evaluamos sus maravillosos servicios misioneros. Sin embargo, a la luz de la actual teología misionera, sospechamos que hubiera sido más necesario y eficaz despertar el dinamismo misionero de las Iglesias particulares.
Lo comprendemos. Aún no era el tiempo de Dios. Roma tomó a su cargo las iniciativas de evangelización y las Iglesias particulares continuaron al margen de la acción misionera. Las florecientes órdenes religiosas suministraban el personal y, sólo por excepción admirable, algún sacerdote diocesano cruzaba el océano para servir a las misiones. Cuando lo hacía, casi siempre llevaba en su alforja viajera la mitra de alguna importante sede.
Conviene también anotar que, entre los favores realizados por la Propaganda Fide, se cuenta el reivindicar para la Iglesia el derecho a la evangelización. Este se veía opacado por grupos de misioneros que tomaban iniciativas privadas, a veces en perjuicio de otros evangelizadores ya establecidos en la región. Por otra parte los patronatos concedidos a reyes y a reinos obstaculizaban, y no poco, la libertad de la Iglesia en su acción apostólica.
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Los seminarios de misiones
Sin embargo el Espíritu Santo, que sopla donde quiere, no dejó de impulsar la barca de Pedro.
Aunque en un comienzo pudo mezclarse a este proyecto alguna intención colonialista, ciertas Iglesias locales y ciertos obispos diocesanos empezaron a inquietarse por preparar agentes especializados para determinados países.
Es así como surgen los llamados Seminarios de Misiones. Pocos de ellos tienen estructura jurídica de orden religiosa y dependen directamente de la Congregación de Propaganda, rebautizada hoy Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Son además la proyección de una nación o de una región cristiana hacia el mundo infiel.
Entre ellos, enumeramos el Seminario de Misiones Extranjeras de París fundado en 1664.
El Pontificio Instituto para las Misiones Extranjeras que surge en Milán en 1850.
Los Misioneros de Africa o Padres Blancos, obra del cardenal Lavigerie en 1868, para la evangelización de Africa.
Los misioneros de Maryknoll en Estados Unidos (1911 ). Su nacimiento se debe a un grupo de sacerdotes diocesanos, que se cuestiona sobre las necesidades del mundo pagano.
Los misioneros de Burgos, hoy Instituto Español de Misiones Extranjeras (IEME), fundados por los obispos españoles en 1899.
Canadá cuenta con dos institutos semejantes que empiezan su vida, los de Scarboro en 1918 y los de Quebec en 1921.
Portugal, Suiza, Inglaterra, México, Irlanda y aún algunos países del Asia han llevado a cabo iniciativas semejantes.
En Colombia, Monseñor Miguel Angel Builes, obispo de Santa Rosa de Osos, funda en Yarumal, el 3 de julio de 1927, el primer Seminario de Misiones de América Latina. Su decisión se fragua en el primer Congreso Misional que celebra la Iglesia colombiana en 1924, pocas semanas después de la consagración del joven obispo.
Los Misioneros de Yarumal se definen a sí mismos como «un aporte para la evangelización del mundo». Llevan a cabo su tarea en Colombia, Ecuador, Bolivia, Brasil, Perú, Panamá, Estados Unidos, Angola, Camerún, Costa de Marfil, Malí, Kenya, Camboya y Filipinas.
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Lo que va de misión a «misión»
En 1581 nace en Francia San Vicente de Paúl. En 1694 nace en Italia San Pablo de la Cruz. Dos años después en Nápoles, San Alfonso de Ligorio. Encontramos luego en Francia, a San Luis María Grignion de Montfort. En el siglo pasado a san Antonio María Claret, un catalán. Y así muchos otros evangelizadores. Son notables estos misioneros, a quienes la Iglesia declaró luego santos.
Cada uno propició el nacimiento de familias religiosas. Algunas femeninas, pero también otras de clérigos regulares, como se decía en ese entonces. Son estos los vicentinos, los pasionistas, los redentoristas, los montfortianos, los claretianos.
Familias religiosas que, en su haber misionero, cuentan grandes realizaciones en muchas naciones del mundo.
Sin embargo, la primera intención de los fundadores se enfocó hacia una Iglesia atacada por el cisma protestante, en decadencia por diversos motivos, o necesitada de instrucción catequística en significativos sectores.
Nació así un trabajo oficial de reevangelización, y aparecieron como instrumento eficaz de la misma las ‘‘misiones populares».
Esta admirable tarea vino, sin embargo, a mermar el énfasis sobre la evangelización de quienes no conocían a Jesucristo, objetivo primario de la Iglesia al cual la Propaganda Fide quería fortalecer.
El pueblo creyente empezó a confundir —y con razón— misión y «misión», misionero y «misionero». Muchos hombres y mujeres de Iglesia, impactados por la descristianización de los ya bautizados, se desinteresaron poco o mucho del anuncio del Evangelio a los pueblos no bautizados.
Esta situación viene a culminar en una clarificación lingüística, por la cual se denominan «misiones diocesanas» los proyectos para promover la fe entre los cristianos, y misiones extranjeras, «ad gentes» (hacia los gentiles), los programas de la Iglesia para proyectarse más allá de sus fronteras.
El número 33 de la encíclica Redemptoris Missio nos aclara hoy las cosas:
«Las diferencias en cuanto a la actividad de esta misión de la Iglesia, nacen, no de razones intrínsecas a la misión misma, sino de las diversas circunstancias en las que ésta se desarrolla: Mirando el mundo actual, desde el punto de vista de la Evangelización, se pueden distinguir tres situaciones:
- En primer lugar, aquella a la cual se dirige la actividad misionera de la Iglesia: pueblos, grupos humanos, contextos socioculturales, donde Cristo y su Evangelio no son conocidos, o donde faltan comunidades cristianas suficientemente maduras, para poder encarnar la fe en el propio ambiente y anunciarla a otros grupos. Esta es propiamente la misión Ad Gentes.
- Hay también comunidades cristianas con estructuras eclesiales adecuadas y sólidas; tienen un gran fervor de fe y de vida; irradian el testimonio del Evangelio en su ambiente y sienten el compromiso de la misión universal. En ellas se desarrolla la actividad o atención pastoral de la Iglesia hacia un crecimiento y consolidación de la fe. Pastoral de acompañamiento.
- Se da, por último, una situación intermedia, especialmente en los países de antigua cristiandad, pero a veces también en las Iglesias más jóvenes, donde grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe, o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio. En este caso es necesaria una «nueva evangelización» o «reevangelización» (RM,33).
Como un hito final de este estado de cosas, aparece en 1942 un libro que hace carrera: «Francia, país de Misión», del abate H. Godin. El autor señala allí la crisis religiosa de aquella nación en otros siglos floreciente.
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Unos laicos toman la bandera
A través de la historia miramos cómo la Iglesia, «santa y pecadora» según nos la presenta el documento conciliar Lumen Gentium, se contagia normalmente del polvo de la tierra.
No es raro entonces que en muchos momentos una Iglesia muy clericalizada, sobre todo en lo que toca a misiones, desconozca la vocación misionera de los laicos.
Sin embargo, a comienzos del siglo pasado ocurren ciertos acontecimientos que manifiestan la fuerza de Dios en el laicado. Los seglares constituyen el 99% de la Iglesia y con toda verdad, cuando rezamos los domingos: «Creo en la Iglesia católica», estamos haciendo un acto de fe en ellos.
Una joven francesa que vive en Lyon, Paulina Jaricot, toma en 1822 una curiosa iniciativa: Responsabilizar a toda la Iglesia de la obra misionera. Algunos cristianos irán a los países de infieles. Pero todos los demás, con su oración y su ayuda económica, respaldarán el trabajo de los misioneros. Así se fundó la Obra de la Propaganda de la Fe. Para nosotros quizás esto no es nada novedoso. Pero lo fue y mucho para el siglo pasado.
En 1842, Paulina logra motivar con sus preocupaciones misioneras al obispo de Nancy, Monseñor Forbin Janson. Esta vez se trata de mentalizar a la niñez para que ayude a los niños paganos, sobre todo procurando que se les bautice. La teología de la época insistía en la necesidad absoluta del bautismo para llegar al cielo. Así nació la Obra de la Santa Infancia.
También en Francia, en 1889, tiene origen la Obra de San Pedro Apóstol. Dos hermanas, Juana y Estafanía Bigard, orientan su celo a promover y subsidiar la formación de sacerdotes nativos, en los países de misión.
Ya en este siglo, en 1916, el Padre Pablo Manna en Italia desea que los sacerdotes diocesanos se responsabilicen también de la tarea misionera. Entonces funda la Unión Misional del Clero, algo inusitado en ese entonces. Algo que hoy, según lo explican los documentos conciliares y el nuevo Código de Derecho Canónico, es la consecuencia normal del orden sacerdotal y de la pastoral de la Iglesia.
Las sedes de estas cuatro Obras Misionales Pontificias fueron luego trasladadas a Roma y funcionan bajo la dirección de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos.
También el siglo XIX es notable en la historia de las Misiones por la presencia de la mujer en el campo misionero. Las congregaciones femeninas empiezan a asumir diversas actividades pastorales entre infieles y toman el servicio «ad gentes», como algo peculiar de su carisma. Consignemos de paso, entre las abanderadas de esta tarea misional, a las Franciscanas Misioneras de María.
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Un cambio de rumbo y de equipaje
Llegamos a los tiempos del Concilio Vaticano II. Se da entonces un nuevo enfoque al quehacer misionero. Hasta entonces la misión se desarrollaba desde Europa, capital de la fe, hacia la periferia del mundo.
Sin devaluar la generosidad y el heroísmo de los misioneros de esa época, no los consideramos inmunes al llamado «espíritu de occidente», espíritu de superioridad, de dominio, de conquista.
En el mejor de los casos, advertimos una alianza entre el ideal misionero de entonces y el predominio de determinada cultura. Otras veces, son claras las intenciones políticas y económicas vinculadas a la Misión.
Predominaba el objetivo de ganar prosélitos, para ampliar las fronteras de la «cristiandad». La Iglesia era el punto de partida y el término de llegada de la acción misionera. Los intereses del Reino de Dios, el cual sobrepasa y supera la geografía de la Iglesia, no aparecían muy claramente.
En la actividad del misionero prevalecían el juridicismo, la tradición, el orden establecido, la autosuficiencia de quien se sabe depositario de la verdad.
En agosto de 1945, la segunda guerra mundial toca a su fin. Sobrevienen entonces diversos fenómenos que cambian radicalmente la situación del mundo y de la Iglesia.
- La cristiandad pierde su fuerza uniformante, ante el progreso del comunismo y del secularismo.
- Aparecen fuertes síntomas de contestación fuera y dentro de la comunidad cristiana.
- Se despiertan los llamados «pueblos de color» (Asia y Africa).
- Se derrumba el enorme imperio colonial de Europa. Surgen nuevas naciones independientes, con un rostro y una cultura propias.
- Muchos misioneros son perseguidos, expulsados o asesinados.
- Se manifiesta el cansancio de muchos evangelizadores, ante un mundo infiel que no se convierte.
De acuerdo con estos signos de los tiempos, la misión, entendida antes como envío desde Roma, se empieza a comprender tímidamente como la comunión entre las diversas Iglesias.
La encíclica Fidei Donum de Pío XII (21 de abril de 1957), marca un nuevo rumbo en la peregrinación misionera. Invita a revisar el equipaje para mirar qué lleva dentro el misionero y qué debería llevar a los pueblos.
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Nos lo dijo Pío XII
La encíclica Fidei Donum hace puente entre el concepto anterior de misión y el enfoque dado luego por el Concilio Vaticano II. El documento actualiza la visión teológica según la Iglesia primitiva, y presenta una praxis novedosa en el campo pastoral.
Hasta entonces las misiones eran campo reservado a ciertos organismos: Los institutos misioneros. Pío XII habla a obispos y a sacerdotes diocesanos de ir también a trabajar en la viña. El compromiso en los campos de misión se entendía siempre como una colaboración vitalicia. Ahora se presenta la posibilidad de un servicio por un tiempo limitado, hasta que las comunidades jóvenes alcancen una relativa madurez.
No ensayaba el papa una estrategia oportunista. Sólo procuraba, bajo una teología más profunda, devolver la misión al corazón y a los brazos de la Iglesia particular.
Pocos años después tiene lugar el Concilio Vaticano II. La Iglesia se interroga sobre su naturaleza. Se define a sí misma como «pueblo de Dios», «sacramento de salvación», «comunión entre todos los creyentes».
Su tarea, por lo tanto, no consistirá en «conquistar» el mundo para Cristo, sino en señalar a los hombres el camino de su realización por Jesucristo.
Misión no será llevar lo nuestro para ubicarlo en regiones distantes. Será ante todo, el descubrir las semillas que el Verbo ha esparcido en cada pueblo de la tierra y hacerlas fructificar para el hambre de todos.
Ya no será dar misericordiosamente desde nuestra abundancia, desde nuestra fe, nuestra civilización, nuestra cultura. Misión será en adelante «compartir desde nuestra pobreza».
Comprendemos que no es cosa simple revivir en la Iglesia de hoy el espíritu de los Hechos de los Apóstoles. Porque el pensamiento misionero se ha hundido en un túnel durante muchos siglos. Apenas comienzan a despertar algunas iniciativas que hagan realidad el mensaje de la Fidei Donum.
Algunas diócesis de Europa hicieron eco prontamente al documento de Pío XII. Se organizaron grupos de sacerdotes, religiosas y laicos para prestar una ayuda fraternal a otras diócesis de Asia, Africa y América. La doctrina conciliar vendrá a ratificar todo esto. Pero nosotros, los latinoamericanos, continuaríamos sin proyectarnos «ad gentes», ni más allá de nuestras fronteras.
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Veinte años después
¿Sería factible realizar un balance de los resultados misioneros del Concilio Vaticano II?
Conviene releer la Lumen Gentium y la Ad Gentes, con esta intención: Mirar qué nos dijo el Concilio y en qué le hemos hecho caso.
De inmediato, el Concilio Vaticano II produce un fuerte desconcierto. A muchos los inunda una confusión ideológica. Los Institutos Misioneros ven diezmarse sus miembros. Escasean dolorosamente las vocaciones. La doctrina conciliar, especialmente la relacionada con la libertad religiosa, y la salvación de quienes buscan sinceramente la verdad, aunque no profesen nuestra fe, la comunión entre la Iglesia y el mundo, la integración entre evangelización y promoción humana desconciertan a muchos. No faltan misioneros que creen haber gastado su vida persiguiendo una utopía.
Sin embargo, un poco después comienza a clarificarse el horizonte y se pacifican los ánimos.
Con un poco de simplismo, podríamos señalar el año 1975 como el tope de la crisis. De ahí en adelante encontramos signos alentadores:
- Aparece el Tercer Mundo como un notable protagonista en la Iglesia actual.
- La teoría y la pastoral misioneras surgen renovadas y llenas de esperanza.
- Por esta época (1975) aparece la Evangelii Nuntiandi de Paulo VI.
Dentro de la acción misionera comenzaba a manifestarse cierto divorcio entre la liberación del hombre y la salvación en Jesucristo.
El texto insiste mucho y multiplica las fórmulas, para expresar la estrecha relación entre esas dos realidades.
También nos habla el Papa del respeto a las culturas, de la acogida que debe prestar el misionero a la religiosidad popular y de las comunidades cristianas, como metodología de evangelización.
Llegaríamos luego al documento de Puebla, de donde parte la iluminación y la audacia de la misión hoy y desde América Latina.
Teólogos extranjeros y latinoamericanos ya han madurado el pensamiento misionero, en la seriedad con que se añeja el vino, con la esperanza de una mujer que mezcla la levadura en la masa.
En la actualidad, las Iglesias del Tercer Mundo se alegran con una abundante cosecha de vocaciones al sacerdocio, al servicio misionero y a la vida consagrada.
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Tiempo de cosecha
En Corea del Sur, una población de 2.000.000 de católicos cuenta con numerosos seminaristas mayores. Los jesuitas de Ranchi albergan en su noviciado más de un centenar de jóvenes hindúes. Los seminarios del Zaire han tenido que ampliar sus edificios.
En América Latina volvemos a tener una pastoral vocacional sólida y eficaz.
Esta cosecha de vocaciones se debe no sólo a la bondad del Señor y al esfuerzo de los promotores vocacionales. Es el fruto de un replanteamiento del ser y de la misión de la Iglesia, después del Concilio Vaticano II.
Los jóvenes encuentran un lugar real y acogedor dentro de la comunidad cristiana. Se sienten, en frase de Juan Pablo II, la esperanza de la Iglesia y la esperanza del mundo. Descubren la esencia de la fe en Cristo: La búsqueda del Padre y el compromiso con todos los hermanos, especialmente los más necesitados. Lógicamente se sienten responsables de la evangelización del mundo.
Pero todo ello ocurre dentro de un nuevo marco doctrinal, donde se sitúa la Iglesia contemporánea. El cual se ilumina, ante todo, por el número 368 del documento de Puebla.
El CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano) nació en Río de Janeiro en 1955. Su tarea es promover las relaciones entre las Iglesias particulares de América Latina. Después de la Conferencia inicial de Río, han tenido lugar tres conferencias generales: Medellín en 1968, Puebla de los Angeles (México), 1979, y Santo Domingo, 1992.
EL CELAM funciona por departamentos, que coinciden con las diversas áreas de la pastoral. Entre ellos existe el departamento de Misiones (Demis), fundado por Monseñor Gerardo Valencia Cano, de los Misioneros de Yarumal, un hombre comprometido como el que más en la acción misionera desde América Latina.
Del documento de PUEBLA estudiemos ahora el número 368:
«Finalmente ha llegado para América Latina la hora de intensificar los servicios mutuos entre Iglesias particulares y de proyectarse más allá de sus propias fronteras, «ad gentes». Es verdad que nosotros mismos necesitamos misioneros. Pero, debemos dar desde nuestra pobreza. Por otra parte, nuestras Iglesias pueden ofrecer algo original e importante: su sentido de la salvación y de la liberación, la riqueza de su religiosidad popular, la experiencia de las Comunidades Eclesiales de Base, la floración de sus ministerios, su esperanza y la alegría de su fe. Hemos realizado ya esfuerzos misioneros que pueden profundizarse y deben extenderse».
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Ha llegado la hora
Aquel párrafo admirable, cuya paternidad alguien no desea atribuir a los obispos sino al mismo Espíritu Santo, comienza con un adverbio: Finalmente. Un adverbio que bien pudiera significar el cansancio de cinco siglos de espera. O también lo tardío de nuestra proyección misionera desde nuestro continente. O el anuncio de una praxis positiva después de las reflexiones anteriores.
Pero es más importante lo que sigue: Ha llegado para América Latina la hora de proyectarse más allá de sus propias fronteras.
Hemos vivido nuestra fe con un sentido intensamente regional. A las Misiones iban los misioneros. Los demás, a lo nuestro, nuestra familia, a nuestra parroquia, a nuestro grupo apostólico.
Ahora los pastores de América Latina rompen el cascarón de nuestra pusilanimidad, de nuestro egoísmo y nos dicen: Ha llegado la hora. Esta expresión nos remite al Evangelio de Juan, donde encontramos expresiones semejantes.
Cuando Jesús llama a sus primeros discípulos, anota oportunamente que «eran como las cuatro de la tarde» (Jn. 1 ,39). En las Bodas de Caná, el Señor le advierte a María que «aún no ha llegado mi hora». En el encuentro con la Samaritana, San Juan apunta que «era cerca de medio día» (4,6). Con frecuencia Jesús nos dice que «ha de llegar» su hora. Dentro de ese sentido bíblico, el de la fe, comprendemos el mensaje de Puebla: «Ha llegado para América Latina la hora de proyectarse más allá de sus fronteras».
A esto se añaden, como despertadores de nuestro largo sueño:
- En 1992 hemos celebrado los 500 años de nuestra primera evangelización. Mientras Iglesias jóvenes de Africa y de Asia están enviando misioneros a otros países, en nuestro continente ¿qué hemos hecho?
- Nuestras Iglesias, en el contexto de los países del mundo, no obstante sus problemas y limitaciones, encierran asombrosas posibilidades.
- En el año 2.000, más de la mitad de los cristianos del mundo estarán ubicados en América Latina. ¿Cómo no proyectarnos a otras regiones de la tierra?
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Desde nuestra pobreza
Todo el que piensa le encuentra a cada cosa sus ventajas y sus desventajas.
Mal haríamos los latinoamericanos en dejarnos llevar de un ingenuo entusiasmo y desconocer las dificultades de esta proyección «ad gentes» que nos señala Puebla.
Verificamos las enormes necesidades del continente: La mayoría de nuestras diócesis carecen de clero suficiente. Nuestros laicos se quejan de su escasa preparación pastoral. Amplios sectores de nuestra población no han sido suficientemente evangelizados. Nuestros países crecen numéricamente en medio de confusas luchas políticas, agobiados por la pobreza, la ignorancia, la marginalidad y la violencia.
Nuestros agentes de pastoral no tienen experiencia para el trabajo en países de infieles.
Si contemplamos este panorama, desde un punto de vista meramente técnico, el ideal que nos presenta Puebla de proyectarnos «ad gentes» podría parecer una utopía.
Pero hay dos elementos que, mirados a la luz de la fe, convierten ese ideal en un proyecto no solamente factible, sino de todo punto urgente y necesario. Sería el instrumento para solucionar nuestra actual problemática.
En primer lugar el documento de Puebla integra en el número 368 tres palabras que tienen la fuerza radioactiva del uranio: desde nuestra pobreza. Recordamos entonces aquella viuda que sube al templo y arroja en la alcancía dos pequeñas monedas, que no resonaron por ser tan frágiles: Todo lo que tenía para vivir.
Entonces comprendemos la metodología del Señor y la eficacia de los gestos simples, de las actitudes humildes. Los ricos no saben dar porque han olvidado el verbo amar.
En segundo lugar, este proyecto no consiste solamente en dar, sino también en recibir. Compartir es lo uno y lo otro. Se trata de abrirnos al Espíritu y recibir el regalo de aires nuevos, como nos dijo Juan XXIII en vísperas del Concilio.
Al orientar nuestro entusiasmo cristiano hacia el ideal de Puebla, daremos nueva imagen de creyentes, capaz de convencer a muchos que se unirían a nuestra tarea.
Se renovará nuestra pastoral, lograremos la madurez de nuestras comunidades. Habremos encontrado un nuevo estilo de ser cristianos.
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Un nuevo modo de creer
Quizás alguien entienda, en forma simplista, que el ideal de Puebla consiste solamente en prestar algunos sacerdotes a un territorio necesitado.
Esto es algo. Algunas instituciones lo han hecho. Pero no es lo esencial.
Lo esencial es transformar nuestra manera de ser cristianos.
- Antes, luchábamos a toda costa por salvar el alma. Ahora, el empeño de un bautizado es promover integralmente al hombre.
- Antes nos sentíamos ligados a una parroquia, a un lugar determinado del mundo. Ahora, nos sentimos ciudadanos del universo y hermanos de todos los hombres.
- Antes, la fe equivalía a un antibiótico contra el pecado. Ahora, la fe es la levadura que fermenta toda la masa.
- Antes, buscábamos implantar nuestra Iglesia en los países de infieles. Ahora, nuestro objetivo es promover el Reino de Dios, que trasciende las culturas, las razas y los credos.
- Antes, nos uníamos para defender la fe. Ahora nos hacemos comunidad para compartirla. Antes existían los cristianos, y más allá los misioneros. Ahora toda la Iglesia es misionera: Donde nace un cristiano, nace un enviado.
- Antes rezábamos: ¡Señor, sálvame! Ahora, oramos: Padre nuestro que estás en el cielo.
«La fe se fortalece dándola» fue el lema del tercer congreso misionero latinoamericano, celebrado en Lima en 1990. La fe de un cristiano, de una comunidad, crecen mientras más se ejercitan. Sucede lo mismo que cuando aprendimos a caminar, a escribir, a nadar. Al comienzo, muchas dificultades. Luego facilidad y alegría en los logros.
Pero además de la fe, al cristiano en América Latina le es esencial la esperanza.
Esperanza tuvo aquella otra viuda, que entregó al profeta Eliseo el último sorbo de aceite y el poco de harina que le quedaba en su despensa. Y el Señor fue generoso con ella. Nunca faltó el aceite en su alcuza ni la harina en su vasija.
Cuando un obispo, un sacerdote, un religioso, un apóstol seglar, un joven, se abren a la esperanza y se confían al Señor, suceden cosas maravillosas.
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Lo confirma Santo Domingo
Todo lo anterior lo confirma el Documento de Santo Domingo:
«En nuestras Iglesias no se ha insistido lo suficiente en que seamos mejores evangelizadores.
Nos encerramos en nuestros propios problemas locales, olvidando nuestro compromiso apostólico con el mundo no cristiano.
Descargamos nuestro compromiso misionero en algunos de nuestros hermanos y hermanas que los cumplen por nosotros.
Raíz de todo lo anterior es la carencia de un explícito programa de formación misionera, en la mayoría de los seminarios y casas de formación.
Invitamos, por lo tanto, a cada Iglesia particular del continente latinoamericano para que:
- Introduzca en su pastoral ordinaria la animación misionera, apoyada en un centro misionero diocesano, sostenido por un equipo misionero, movido por una espiritualidad viva para una acción misionera creativa y generosa.
- Establezca una positiva relación con las Obras Misionales Pontificias, las cuales deben tener un responsable eficaz y el apoyo de la Iglesia particular.
- Promueva la cooperación misionera de todo el pueblo de Dios, traducida en oración, sacrificio, testimonio de vida cristiana y ayuda económica.
- Integre en los programas de formación sacerdotal y religiosa, cursos específicos de Misionología, e instruya a los candidatos al sacerdocio sobre la importancia de la inculturación del Evangelio.
- Forme agentes de pastoral autóctonos con espíritu misionero, en la línea señalada por la encíclica Redemptoris Missio.
- Asuma con valentía el envío misionero, ya de sacerdotes, como de religiosos y laicos. Coordine los recursos humanos y materiales que fortalezcan los procesos de formación, envío, acompañamiento y reinserción de los misioneros».
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Una pastoral distinta
Nos preguntamos por qué las Iglesias de América Latina no han vivido su fe, integrada a una proyección misionera «ad gentes». ¿Por qué hemos madurado en muchos aspectos eclesiales, teológicos y pastorales, y en cambio hemos permanecido tímidos e inmaduros en el área misionera?
Un elemento para moldear una respuesta pudiera ser nuestra situación de dependencia.
Fuimos evangelizados por misioneros extranjeros. A ellos nuestra admiración y cariño. Pero es injusto con el resto de la humanidad continuar en esta actitud de dependencia. La mayoría de nuestros lugares propiamente de misión (indígenas y morenos) están aún servidos por personal extranjero. En nuestro continente, hoy es mayor que hace treinta años el número de agentes pastorales foráneos, si hablamos en términos comparativos.
Otro elemento podría encontrarse en el subdesarrollo pastoral de nuestro laicado. En muchos lugares de América Latina se sigue considerando al presbítero como único e indispensable líder de toda acción pastoral.
Otro factor digno de señalarse: Nos hemos creído los más pobres entre los pobres. Sin embargo, nuestros hermanos de Africa y de Asia son doblemente pobres: Pobres y no creyentes.
Otro factor de una posible respuesta: El paralelismo que vivimos entre planes pastorales de la Iglesia local y Obras Pontificias Misionales.
Al responder a los interrogantes anteriores estaríamos formulando un tipo de pastoral renovada bajo estos signos:
- Pastoral autóctona desde América Latina. Que acepte los valiosos aportes desde Europa, pero que haga énfasis en lo propio y esencial de nuestros pueblos.
- Pastoral de promoción y de maduración apostólica del laicado. Con mucha frecuencia encontramos sacerdotes abrumados por tareas que podrían encargarse con mayor propiedad y eficacia a los laicos. Además la proyección «ad gentes» no es exclusivamente del clero, es vocación de toda la Iglesia.
- Pastoral de opción preferencial por los pobres y, entre estos, por los más pobres de la tierra.
- Pastoral que integre todos los planes de una diócesis en una vertiente auténticamente misionera.
Para llegar a este ideal será necesario orar, reflexionar, planificar y lanzarse a la acción, con alegría y esperanza y, sobre todo, con la audacia del Evangelio.
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Iglesias hermanas
Dentro de esta pastoral renovada, encontramos una estrategia para llegar a acciones comprometidas y eficaces: Las Iglesias Hermanas.
Este programa se define «la acción por medio de la cual dos Iglesias a nivel local, nacional o continental, se comprometen a una ayuda mutua, mediante la participación de sus recursos humanos e institucionales».
Diversos países nos muestran los admirables resultados de esta acción. En Brasil, desde hace varias décadas, las diócesis del sur se han comprometido con las del norte. A estas horas se alegran por una experiencia pastoral de ambos grupos, por la revitalización de la fe y un aumento de las vocaciones sacerdotales y religiosas.
El programa de las Iglesias Hermanas se basa en:
1 . La universalidad de la misión. «Id por todo el mundo» no es un mandato para unos pocos. Es una urgencia para toda la Iglesia.
2. La Santa Sede, por medio del documento Postquam Apostoli, analiza el problema de la escasez de agentes pastorales, y como solución señala normas para una justa distribución de los mismos.
3. El mejor camino para que la Iglesia llegue a ser verdaderamente madura y surjan en su seno abundantes apóstoles, es por medio de un fuerte compromiso misionero.
Este programa de Iglesias Hermanas, desde América Latina, tiene unas determinadas características que conviene señalar:
- Excluye todo aspecto de colonización. No exportamos autosuficiencia latinoamericana. Vamos a compartir la fe en sencillez y fraternidad.
- Es una misión de pobre a pobre. Estará exenta de medios espectaculares y ostentosos.
- Es una misión al estilo de la Iglesia primitiva, en la cual «sin haber recorrido aún todas las ciudades de Israel», vamos a anunciar a otros hermanos que Jesús resucitó de entre los muertos.
- La misión desde América Latina comunica la originalidad de nuestro cristianismo, vivido en angustia y en pobreza. Hace más real nuestro profetismo en orden de la liberación total del hombre.
- Se hace en equipos eclesiales (sacerdotes, religiosos y laicos) que presentan una imagen de verdadera comunidad cristiana.
La Iglesia colombiana está empeñada en proyectarse por este programa hacia diversas Iglesias de otros continentes. Pero todavía podríamos ser más generosos en estos servicios.
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Debe y haber de América Latina
Al hacer un balance de las realizaciones misioneras de América Latina, llenaremos en verdad muchos renglones. No podemos afirmar que nuestra fe ha sido estéril:
- Muchos de nuestros Institutos religiosos se han proyectado más allá de las fronteras patrias, llegando hasta el Africa y el Asia.
- Por medio de las Obras Pontificias Misionales se ha mantenido en nuestro pueblo un intenso cariño por las misiones, concretizado en los aportes del Domund (Domingo universal de las Misiones).
- Numerosos pastores se han preocupado por ayudar a la tarea misionera.
- El Instituto de Misiones Extranjeras de Yarumal, fruto del celo misionero de Monseñor Miguel Angel Builes y sus otras dos congregaciones: Misioneras Teresitas e Hijas de Nuestra Señora de las Misericordias, demuestran lo que puede un país creyente.
- Las Misioneras de la Madre Laura, congregación nacida en Colombia, es ejemplar en su tarea en muchos países.
- El Instituto de Misiones Extranjeras de Guadalupe, fundado en 1949 por la Conferencia Episcopal Mexicana, demuestra el dinamismo misionero de ese país.
- El Departamento de Misiones del CELAM (DEMIS) apoya, orienta y promueve la reflexión y la cooperación misionera de las Iglesias del continente.
En fin, muchas cosas más.
Pero el Señor puede decirnos, como aquel joven del Evangelio: Una cosa te falta. Toma tu alforja y vete a compartir tu fe con otros hermanos.
Con gran sinceridad, comprobamos que existe una enorme desproporción entre la fe que hemos recibido y la fe que hemos compartido.
Para los latinoamericanos existe también, y en forma preocupante, otra millonaria deuda externa, ante el panorama de un mundo que solamente un 25% procura vivir del Evangelio. No podemos dormirnos sobre unos escasos laureles. Sería flagrante injusticia.
Además, toda opción misionera brota de dos fuentes primordiales: Un amor vivencial hacia el Padre de los cielos y un cariño comprometido con los hermanos.
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¿Entonces?
Al llegar a este punto de nuestras reflexiones, cada uno podrá sacar sus propias conclusiones.
Sabemos que estas páginas por suerte —mejor dicho por providencia del Señor— llegarán a muchos, sobre todo a los jóvenes: obreros, campesinos, universitarios, bachilleres. Aquí encontrarán una forma nueva de creer y una manera renovada de amar.
Los invitamos a remontarse hasta el corazón de Dios, hasta el amor del Padre «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (I Tim. 2,9), los invitamos a encontrar en la Iglesia un lugar de comunión y participación. Los invitamos a preguntarse con seriedad cuál es el mejor camino para realizar su vocación misionera.
Pero nuestros jóvenes no están solos, los acompañan sus pastores, los rodean sus maestros y sus familias.
A todos ellos también una palabra que despierte, con novedad y brío, la vocación misionera que hunde sus raíces en el ser cristiano.
Dentro de algunos años quizás podamos llenar algún hermoso libro de bonitas historias:
- «En cierta ciudad hubo un obispo que comprendió plenamente su vocación misionera».
- «Y al final, después de vencer muchos obstáculos, aquel sacerdote diocesano llegó a un país remoto».
- «Nadie creía en su empeño, pero ahora aquella religiosa se siente feliz en un país de Africa».
- «Este era un matrimonio que decidió prestar sus servicios entre los paganos. Encontraron una nueva familia».
Y luego añadiríamos una inmensa letanía de jóvenes que aparte de una realización profesional y de un compromiso de fe, encontraron en el servicio misionero como sacerdotes, religiosos o seglares, el ideal de su vida.
Entonces habríamos vuelto a la Iglesia de los Hechos de los Apóstoles. Algún Pablo de Tarso escribiría a una comunidad cristiana: «Saluden a mis hermanos que están en Africa, en Asia y Oceanía. Saluden a todos los seglares que trabajan por la fe de Nueva Zelanda. Envíen esta carta a Indonesia, para que la lean los otros hermanos que se han comprometido con el Evangelio. Que nadie desconfíe de la bondad del Señor a pesar de las pruebas.
El saludo es de mi puño y letra. Pablo.»
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¿Qué es un misionero?
Para concluir nuestra reflexión buscaríamos, antes que a un escritor, a un acuarelista, para rogarle que nos dibuje al misionero.
Su imagen, deteriorada muchas veces, surge hoy con nueva claridad en la Iglesia contemporánea. Partimos de una base: Toda la Iglesia es misionera.
O de un equivalente: Donde nace un cristiano nace un enviado. Pero, como nos dice la Lumen Gentium, «Cristo Señor, de entre sus discípulos, llama a los que quiere, para que le acompañen y para enviarlos a predicar a las gentes» (A.G. 23).
Estos llamados de una forma especial son los sacerdotes, religiosos y seglares, que dedican su vida de tiempo completo a anunciar el Evangelio entre los pueblos. Los indicios de esta vocación específica los encontramos en la calidad de nuestra vida, en los quilates de nuestra fe, en la ambición de servir a los más necesitados. Vendrá un tiempo de indecisión y de búsqueda. Pero encontraremos quien nos acompañe hasta clarificar una opción.
En Africa, los viejos de la tribu les cuentan a los niños, alrededor del fuego, esta leyenda: Cierta vez, salieron muy temprano de paseo una gallina y un cerdito.
Animados y contentos, llegaron pronto a las afueras de la ciudad. Allí se miraba un restaurante, y en la portada, un cartel en colores que decía: Desayuno para hoy: Huevos y jamón.
- Entremos, dijo espontáneamente la gallina.
- Yo no entro, respondió el cerdito con un gesto de miedo. Porque lo que para ti es una colaboración, para mí es un compromiso.
Todo lo que anteriormente reflexionamos podría resumirse en este apólogo. Los cristianos de hoy ya no podemos ser gente de colaboración. Es necesario llegar al compromiso.
Cada uno de nosotros piense de qué modo, con qué medios, hacia quiénes, cuándo, dónde y para qué ha de orientar su compromiso cristiano.
El resultado de una respuesta afirmativa al Señor será una gozosa plenitud y la alegría, porque muchos hermanos se hacen amigos de Jesucristo.