Nota Bene
1. La cenicienta del culto cristiano
A quienes presidimos las celebraciones cristianas, nos convendría leer de cuando en vez, el capítulo VI de la Constitución Sacrosanctum Concilium.
Hasta diez son los numerales de este documento que se ocupan del canto religioso. Normas que desean motivarnos hacia una pastoral dinámica y renovada, en nuestros templos:
«La tradición musical de la Iglesia universal constituye un tesoro de valor inestimable, que sobresale entre las demás expresiones artísticas, principalmente porque el canto, unido a las palabras, constituye una parte necesaria o integral de la liturgia solemne». «La acción litúrgica reviste una forma más noble, cuando los oficios divinos se celebran solemnemente con canto, y el pueblo participa activamente». «Dese mucha importancia a la enseñanza y a la práctica musical en los seminarios, noviciados y en casas de estudio de religiosos». «Foméntese con empeño el canto religioso popular, de modo que en las acciones litúrgicas resuenen las voces de los fieles»…
Los sacerdotes nos preocupamos casi siempre de los ornamentos, los libros litúrgicos, los vasos sagrados. ¿Pero el canto religioso? Lo hemos dejado en manos y boca de personas, que quizás tengan buena voluntad, pero ninguna formación ni cristiana ni artística.
Decía con mucha sorna algún obispo: «Admiro mucho la fe de estos cantantes de nuestras parroquias: creen que saben música y que saben liturgia».
De entrada, conviene distinguir entre música sagrada y música profana. Pero a la vez, no toda la música sagrada es apta para las celebraciones religiosas.
Y aquí aflora una aclaración que vale tener siempre en cuenta. En la música profana predominan el ritmo y la instrumentación. En la sagrada, el texto es rey, la melodía es sierva. Para que sea una realidad lo que nos dijo san Agustín: «El que canta ora dos veces». Pero ¿sí serán oración tantas algarabías que escuchamos dentro de nuestros templos?
Creo que muchos de nosotros hemos padecido, en matrimonios y entierros, esos grupos musicales, que confunden una presentación teatral con un servicio litúrgico. Voces de sopranos o tenores que resuenan desaforadamente en la casa de Dios. Y aunque uno ponga mucho esmero, no logra saber si están cantando en latín, en alemán, o en la lengua de Cervantes.
Al final, el grupo sale encantando y feliz por haber presentado un show más, y la liturgia, es decir la comunicación en la fe, queda por los suelos.
El esnobismo prima sobre la comunicación y la celebración de la fe. La electrónica le va ganando la partida a la pastoral.
El proceso de comunicación en la liturgia cristiana, se realiza mediante tres elementos principales: La Palabra, el Hábitat y la Música. Quizás mejoramos la Palabra y el Hábitat, pero el otro elemento no nos preocupa.
Si no poseemos elementos musicales suficientes, dejémonos ayudar de quienes los tienen.
Como la historia es cíclica, hoy se ofrecen múltiples oportunidades para que quienes lo deseen, se formen en el solfeo y la técnica musical, hacia un servicio religioso, cristiano y calificado.
Sería muy conveniente que nuestras Iglesias particulares iniciaran una gran tarea de depuración, formación y promoción del canto religioso. Tradición riquísima de la Iglesia y área que hoy es, al parecer, la cenicienta del culto cristiano.
2. Tres cualidades básicas
Quienes saben de literatura, nos enseñan que el discurso ha de tener, entre otras muchas, tres cualidades básicas: Oportunidad, claridad y belleza. Dotes que podríamos pedir también para el canto, que acompaña nuestras celebraciones religiosas.
Oportunidad. Los mensajes y las melodías de las canciones han de estar de acuerdo con el misterio que se celebra. No es lo mismo una Misa de bautismo que un funeral. No es igual el tiempo de Cuaresma que el tiempo de Pascua. Un Aleluya no equivale a un canto penitencial.
En segundo lugar, si entendemos que el canto religioso es una plegaria, ha de tener claridad. Ha de ser entendible: No digamos para el Señor, quien comprende aún nuestras quejas y suspiros, sino en relación con la asamblea. Escuché una vez a un sacerdote que felicitaba a un coro visitante en su parroquia: «Amigos: Mil gracias, cantaron muy hermoso, pero nadie les entendió».
En tercer lugar, hemos de cuidar la belleza. Por querer llegar a todos los públicos, se cae con frecuencia en la ramplonería, cuando no en la vulgaridad. Esto se nota especialmente en diciembre. De ciertos villancicos por su ordinariez, podría decirse que son de «lesa divinidad».
Los poetas y los artistas saben que hay una inspiración, bien sea en la expresión idiomática, como en la frase musical, que nos sitúa más allá de lo cotidiano. Que nos invita a trascender. Ningún género musical estaría más obligado a ello que el religioso. Su objetivo no es solamente quebrar una rutina o entretener, sino levantar el corazón y la vida de los creyentes, hacia un nivel de comunión con el Señor.
Para hablar sobre el orden podríamos decir: «Cada cosa en su lugar». Además podríamos añadir: «A cada quien lo suyo». Nunca ofreceríamos una serenata a un ser querido con canciones de exequias. Pero sí nos encanta utilizar en nuestras celebraciones las letras y ritmos apropiados para otros momentos.
En las celebraciones cristianas, lo primero es la actitud de fe hacia la presencia y la acción del Señor entre nosotros. Lo segundo sería la palabra de Dios, proclamada ante la asamblea y explicada convenientemente por el celebrante.
Homilía y catequesis son dos géneros distintos, pero a veces tienen mucho en común. La homilía es la explicación de los textos sagrados, aplicándolos a la vida de la comunidad y motivándola a imitar a Jesús de Nazaret, en todas las circunstancias.
Lo tercero serían los apoyos visuales y musicales. Ahora con las pantallas, donde se proyectan los textos de los cantos y también imágenes, hemos caído en otro exceso que puede también perjudicar. Demasiados mensajes, demasiada iconografía impiden el recogimiento y la devoción de los fieles. La virtud, como siempre sigue estando en la mitad.
Cuando se arma esa feria de sonidos y colores se tiene, con buena intención quizás, el deseo de atraer a los jóvenes, porque imaginamos que ellos son incapaces de concentración. Que la superficialidad es el común denominador de su vida. Lo cual no es cierto.
Allí vale la pena preguntarnos: Luego de esa música estruendosa, de esas canciones estridentes, ¿qué puede seguir?
Creemos además que los jóvenes únicamente desean lo vulgar. Que son incapaces de gustar el verdadero arte. No es así. Lo captan y lo disfrutan, si sabemos motivarlos de modo conveniente.
3. Liturgia: acción del pueblo
Lo ideal es que todo el pueblo cante. Si liturgia significa acción del pueblo, ¿por qué entonces restringimos la participación de los fieles a tan poca cosa? Sin embargo, para que la asamblea cante, es necesario enseñarle con dedicación y paciencia.
Ya es mucho que los fieles respondan en los actos de culto. Excepción hecha de ciertos matrimonios elegantes, donde los presentes parece que han hecho voto de silencio.
En la mayoría de los casos, el pueblo permanece marginado. Nos servimos de ciertos coros que toman a su cargo este ministerio, o bien de una señora de buena voluntad, que secuestra el micrófono en actitud excluyente.
Si de antemano organizamos los elementos litúrgicos para cada celebración, ¿por qué no preparar también los cantos? Unos minutos antes, el sacerdote o un maestro de coro, podría enseñar ciertos versículos fáciles y artísticos, que la gente repetirá durante el salmo responsorial. Este domingo podemos repasar «Señor, ten piedad», el entrante, recordamos un «Santo». A nuestra gente le gusta cantar, pero no la hemos preparado convenientemente.
En algunas parroquias se tienen a la mano algunos folletos, o bien la pantalla para proyectar los textos, lo cual ha de hacerse con justa medida.
Pero ocurre también que a nuestras asambleas asisten muchos analfabetas funcionales, que no están para muchas lecturas, aunque sí pueden grabar de memoria ciertas canciones.
De otro lado, cuidemos que la Misa no se convierta en espectáculo. Cantantes hemos conocido que vienen a hacer teatro a nuestros templos, con su mímica, el estrépito de sus instrumentos y el estilo de sus canciones.
Situándose a veces muy cerca al altar, ocultan la importancia de quien preside el culto y se creen los protagonistas de la ceremonia.
En el programa de las fiestas patronales de cierta parroquia leímos con asombro: «Todas las Misas de estos días serán amenizadas por el Grupo Géminis». Valdría la pena escudriñar qué teología guarda nuestro párroco en su magín.
Quédese tal iniciativa para las llamadas «Misatecas», que no caben, cuando celebramos piadosamente la muerte y la resurrección de Jesucristo.
Igualmente las canciones religiosas han de tener sencillez y variedad. Incluso pudiera haber un espacio, donde el sacerdote explique ciertas expresiones de los cantos y su relación con el misterio que se celebra.
Se acostumbra cantar el Padre Nuestro, para darle mayor solemnidad a la celebración. Pero hemos de buscar melodías que el pueblo pueda captar fácilmente. De lo contrario, el texto que Jesús nos enseñó para dirigirnos al Padre de los cielos, naufraga de inmediato en un balbuceo incómodo y banal.
Nos dice también el documento conciliar: «Los compositores cristianos deben crear obras de verdadera música, pero no sólo para los coros especializados, sino que estén al alcance de los más modestos, fomentando así la participación activa de toda la asamblea de fieles».
Con el debido respeto a nuestro pueblo, sepamos que generalmente comprende sobre temas religiosos, mucho menos de lo que imaginamos.
Una Eucaristía, unas exequias bien celebradas, con orden, arte y piedad son la mejor catequesis para el pueblo de Dios. Y además se convierten en señuelo para que otros más descuidados o indiferentes, acudan a nuestra liturgia.
Ese esmero en los cantos y la participación de toda la asamblea ¿no será uno de los secretos con los cuales los hermanos separados, atraen a tantos a sus asambleas?
4. Las Misas bonitas
«Padre: muy bonita su Misa». Aunque la Eucaristía no es propiedad exclusiva del celebrante, sino de todo el pueblo cristiano. Sin embargo, esto nos remite a un viejo principio filosófico: La verdad y la belleza se confunden. Una Misa bonita equivale a una celebración donde la gente entendió el mensaje. Y no solamente lo entendió, sino que a la vez se sintió tocada en propia vida.
La comunicación en la fe, si además se apoya con cantos apropiados, podría ser más profunda y eficaz.
Vale la pena comprender entonces que una cosa es cantar y otra muy distinta cantar al Señor.
No todas las letras, y menos aún todas las melodías tienen condición de sagradas, religiosas y litúrgicas. Entendiendo por este último adjetivo, no sólo estar dentro de unos cánones estrictos. Sino más bien capacidad para unir la fe de los presentes con el Señor y con la comunidad creyente, haciendo presente entre nosotros a Jesús muerto y resucitado.
En relación con este tópico, comprobamos una radiante improvisación en la mayoría de nuestros templos. Dejamos a la iniciativa de gente sin capacitación, qué se va a cantar y cómo se va a cantar. Aspecto tan importante de los sagrados misterios exige de los celebrantes un continuo cuidado, que incluye paciencia, pedagogía y preparación inmediata.
Con frecuencia lo cursi y lo barato, o por lo menos lo no religioso, se ha enseñoreado del canto, en razón de la electrónica y del facilismo. Jóvenes y adultos se rebullen delante de un micrófono, mientras una memoria electrónica desgrana las pistas correspondientes. ¿Podrá entonces el presidente de la asamblea hacer de la celebración un acto trascendente?
Unas preguntas: ¿Nos hemos reunido alguna vez con los cantores de nuestra parroquia? ¿Demuestran ellos, en este servicio musical, que están hablando a Dios, mientras cantan? ¿Los hemos cultivado en cuanto a la catequesis, la liturgia, el arte religioso?
¿Celebramos misas «dirigidas»: «Aplaudan». «Canten». «Bailen». «Más fuerte». «Todos». «El coro solamente», convirtiendo lo sagrado en un espectáculo de zarzuela, o algo parecido?
En algunas ocasiones he visto que el celebrante da espacio en la asamblea unos minutos de silencio. Lo hace, por ejemplo, en el memento de los difuntos, pero de forma muy breve. También enseguida de la Comunión. El sacerdote se sienta, y puede admirarse la paz y la devoción de los fieles. Pero allí es necesario vencer el síndrome de la rapidación, una endemia que afecta tanto a los feligreses, como a los celebrantes.
En una parroquia del Brasil comentaba una familia: El Padre que nos pusieron de remplazo durante las vacaciones, del párroco decía Misas muy largas. En cambio nuestro párroco, en hora y media o en hora y tres cuartos nos despacha y todos quedamos muy contentos. Entre nosotros, una hora para el Señor, de las ciento sesenta y ocho que tiene una semana, parece demasiado.
Recordemos que el tiempo real es una cosa y otra distinta el tiempo personal. Cuando la celebración es agradable, cuando la Misa es bonita, ya no estamos de afán. Ya queremos realizar la acción litúrgica de una manera digna y reposada.
Un sincero examen de conciencia sobre estos temas, podría suscitar un proceso de mejoramiento en el culto que presidimos. Hasta que un día, al mismo Señor se le ocurra decirnos: «Padre, le quedó muy bonita su misa».
5. Fuentes de inspiración
«El texto es rey, la melodía es sierva», vale la pena repetirlo. Pero los textos han de tener altura, contenido.
Los discípulos de Cristo descubrimos en la Sagrada Escritura, especialmente en el libro de Los Salmos, una fuente inagotable de inspiración, para nuestras canciones religiosas.
También lo son las enseñanzas de Jesús, sus parábolas, los himnos que trae san Pablo en sus cartas. En general la experiencia cristiana, es decir la resonancia de la palabra del Señor en nuestras vidas, en nuestras circunstancias.
Si las lecturas bíblicas son en general sobrias y escuetas, el canto puede darles iluminación, sentimientos y aplicación práctica a la vida.
En muchísimas celebraciones hemos escuchado cantos que angustian, por la pobreza de sus mensajes. Denotan una flagrante improvisación, donde se quiso acomodar de carrera algún texto a una melodía barata, que no eleva el espíritu.
Suenen, no pocas veces, canciones sentimentaloides, otras copiadas sin más de algunas sectas. Y otras, donde la venganza de Dios prima sobre el espíritu del Evangelio. Igualmente textos lamentosos y trágicos, que no invitan a una amistad con Dios sólida y estable.
En otras ocasiones, el canto de nuestras asambleas es meramente una cortina de ruido que no evangeliza. Instrumentos mal ejecutados golpean el aire de forma cruel. Poco fervor, escasa concentración, ninguna capacidad de oración.
Miramos hoy que muchos fieles se han acercado con fe y devoción a los salmos. El salmo 22 es mi preferido, dicen algunos. Yo siempre rezo con el salmo 15.
Salgamos al encuentro de esa fe presentando esos mismos salmos, ya en las composiciones que han hecho algunos autores, sobre todo de España, o también en las salmodias simples que se nos ofrecen.
El salmo responsorial de la Misa no ha sido colocado a la suerte. Tiene el oficio de una bisagra, que ensambla las tres lecturas entre sí. Un buen maestro de coro hará que la asamblea responda con atención y piedad el estribillo, alentando así la fe de los presentes.
No sería el caso de entrar a saco por nuestros cancioneros en actitud inquisidora. Quienes presiden las celebraciones son hombres de fe, que saben distinguir el trigo y la cizaña. Pero en esto del canto nos hemos descuidado enormemente.
Vale igualmente, en relación con nuestros cantos, aplicar aquello de las «Cosas nuevas y viejas» que nos dice Jesús. Lo nuevo no es bueno por ser nuevo. Y viceversa, en cuanto a lo antiguo. Tenemos cantos tradicionales que son en verdad, joyas de arte. Se les ha remplazado muchas veces por cantos repetitivos, aporreados al infinito por las palmas, que acaban aturdiendo.
Gran sabiduría sería entonces mezclar canciones de ayer y de hoy, pues nuestras asambleas se componen de fieles de diversas edades. Y no conviene parcializarnos únicamente hacia una franja cronológica.
Si les enseñamos a los fieles, explicándoselas canciones de ayer, veremos como jóvenes y adultos aprenden a gustarlas.
Valgan algunos ejemplos: «Cantemos al Amor de los Amores». «Véante mis ojos, dulce Jesús bueno». «Soberana del cielo, Señora». «Madre mía, que estás en los cielos».
Démosle gracias a Dios por las ventajas de la electrónica, pero tratemos de usarla en beneficio, no en perjuicio de la evangelización.
Si usted, mi Padre, no tiene talento musical, consulte, busque asesoría, que el Señor sabrá recompensarlo.
6. ¿Signo o jeroglífico?
Imaginemos que alguien no creyente se asomara a una de nuestras celebraciones. Observaría el recinto, los rostros de los presentes, las imágenes. Escucharía nuestros cantos.
Podríamos entonces preguntarle: ¿Entiendes el texto de estas canciones? ¿Captas el sentido religioso de estos cantos? ¿Recibes algún mensaje que te ayuda identificar, en parte, nuestro credo?
En el mejor de los casos, las canciones suenan allí como un adorno. No invitan a comunicarnos con el Señor.
Según los peritos, ciertas partes de la Misa ojalá se canten con el texto tradicional, o apenas retocadas con pequeños elementos. Nos referimos al «Señor, ten piedad», «Gloria», «Santo» y «Cordero de Dios». Es cierto que esto no puede ser una camisa de fuerza. Pero no conviene prescindir de la camisa y andar desnudos.
Lo cual tiene que ver también con las melodías. A veces suenan ciertas partes de la Misa con aire de discoteca, o de teatro, donde la petición al Señor o su alabanza, van enmarcadas en ritmos totalmente inapropiados, que más invitan a un baile popular, o a una manifestación partidista.
En los demás cantos de la Misa pudiera haber mayor libertad. Pero aún así es necesario discernir a la luz de la fe y del sentido de la celebración.
Hay algo intangible que se da en las expresiones artísticas y por lo tanto litúrgicas, que se llama «espíritu». Indefinible, pero perceptible para el hombre de fe. Por lo tanto: «Cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa».
Paulo VI citaba un largo párrafo de san Ambrosio:
«El canto sagrado es bendición de todo el pueblo, alabanza de Dios, honor del pueblo santo, consentimiento universal, coloquio común, voz de la Iglesia, profesión sonora de fe, devoción llena de dignidad, gozo de corazones libres, clamor de jovialidad, alegre regocijo. El canto reprime la actitud del ánimo, hace olvidar las inquietudes, destierra la tristeza… La voz canta para gozar, mientras el espíritu se ejercita en profundizar la fe» .
( Enarr. in Psalmum I, 9; PL 14,968).
El documento conciliar sobre la sagrada Liturgia invita encarecidamente a una renovación del canto religioso. Pero bien sabemos que renovar no es destruir, no es ignorar los valores que nos vienen de otros siglos. Hemos de buscar paño nuevo y odres nuevos. Renovar es traducir, pero con aquella consigna que lucen las academias de la lengua: «Limpia, fija y da esplendor».
Ritmos actuales y casi todos los instrumentos musicales han sido admitidos a las celebraciones. Pero ¿con qué criterios? A veces uno sospecha que allí aparece una presunción simplista, que no aporta mensaje. Otras veces se confunde lo común y baladí con lo religioso.
También el papa Paulo VI hablaba ante un numeroso grupo de cantores de «una presencia atenta, preparada, discreta, disponible, piadosa, que anime la vida espiritual de nuestros templos».
A muchos sacerdotes le parece éste de la música y el canto, un campo vedado a su tarea. Allí nunca se atreven. Siguen entonces soportando, paciente o impacientemente, la improvisación y el desabrimiento de muchos cantantes. Gente de buena voluntad que viene a ganarse unos pesos, pero a quienes nadie ha preparado en fe cristiana, en arte o en liturgia.
7. Canciones sagradas y hermosas
En una instrucción pastoral de hace algunos años, los obispos de Puerto Rico expresaron: La Iglesia llama sagrada aquella música «que, creada para la celebración del culto divino, posee las cualidades de santidad y de perfección de formas».
La música sagrada debe ser santa. Esto lo podemos explicar así. Las canciones de la celebración cristiana tendrán como objeto unirnos a Dios y despertar en nosotros los valores del Evangelio.
A la par debe ser bella. Tanto en la forma de los textos, como en la composición musical. Si aplicáramos este principio a los cantantes de nuestras de nuestras parroquias, muchos de ellos se quedarían por fuera.
Podríamos resaltar una tercera cualidad del canto en los templos. Que sea adecuado. Muchos todavía no entendemos por qué se canta el «Avemaría» de Schubert, durante la celebración del matrimonio. O también: «Tú has venido a la orilla» durante la Misa de exequias. Nos obligan a hacer muchas piruetas mentales, para acomodar tales textos a cuanto se celebra entonces.
Cabría pues una labor paciente y metódica para formar a nuestros cantantes en fe cristiana y en arte religioso. Tarea que debería tomar a su cargo la Iglesia particular, la vicaría foránea, o la parroquia.
Si al oficio de sacristán o de acólito no admitimos personas lejanas de nuestra fe, ¿Por qué integrar a la liturgia personas paganas, o por lo menos ignorantes de solemnidad en tema cristiano?
Se nos enseña que liturgia es la acción común de los creyentes, cuando nos reunimos en nombre de Jesús, para celebrar nuestra fe. En este programa juega un papel predominante la fe. Pero a la vez el arte le sirve de vehículo e instrumento. Para que el mensaje de Dios resuene en nuestros sentidos y enseguida haga estremecer el corazón.
Todo ello integra un conjunto de ritos y de símbolos, entre los cuales el canto religioso ocupa un lugar de preferencia.
Dentro de la liturgia cristiana podemos distinguir tres elementos esenciales:
1) Un anuncio de la Salvación que nos ha traído Jesucristo.
2) Una respuesta de la comunidad allí presente.
3) Una actualización de esa alianza, amistad, cercanía, pacto, sintonía con el Señor.
Entonces comprendemos cuál sería la tarea del canto y de la música en nuestras celebraciones:
1) Respaldar y fortalecer el anuncio del Evangelio, como Buena Nueva para quienes participamos en la Liturgia.
2) Confesar nuestra fe en Jesucristo muerto y resucitado, lo cual integra petición de perdón, alabanza y acción de gracias.
3) Ser signos sensibles de la acción de Dios en nosotros: Desde el oído a la mente. Desde la mente al corazón. Desde el corazón a la vida.
De acuerdo con lo anterior, vale la pena:
1) Examinar con toda objetividad la calidad, interpretación y oportunidad de nuestras canciones religiosas.
2) Verificar si están cumpliendo a cabalidad sus objetivos.
3) Arbitrar correctivos para enderezar tan importante tarea dentro del contexto de nuestras celebraciones.
Todo cual exige una actitud pastoral hacia los cantantes y una educación del pueblo de Dios con paciencia y perseverancia.
8. Entre cantares de gozo
Cuando la pastoral de la Iglesia descubrió que una cosa es cultura y otra distinta el mensaje cristiano, aparecieron de inmediato variados elementos, que dinamizan y también obstaculizan la evangelización. Esto ocurrió hacia 1957. Y se dice que el padre Pedro Arrupe, superior general que fue de la Compañía de Jesús, tuvo que ver mucho en el asunto.
¿Cómo presentar el Evangelio ante las innumerables culturas que hoy se dan en el mundo, cuando estábamos acostumbrados a una tarea «all size», que destruía además excelentes valores? Es un reto que todavía hoy no hemos afrontado de modo conveniente.
Concientes de todo lo anterior, nos acercamos al canto religioso y surgen entonces inquietantes preguntas. Las actitudes anímicas de una comunidad, que son parte integrante de la fe y se expresan de múltiples maneras, ¿cuáles son y cuáles son válidas?
De esas actitudes, ¿cuáles son propias de nuestra cultura? En este tema miramos, especialmente en las últimas décadas, que hemos importado variados elementos de otras culturas. No digamos que son negativos. Pero sí podríamos preguntar si nos enriquecen y si deben por tanto ser acogidos.
¿Cómo expresa, por ejemplo su alegría una comunidad africana, cómo se manifiesta un pueblo oriental, como lo hace un latinoamericano?
De ahí que convendría examinar con ánimo desprevenido, pero a la vez constructivo, los signos con los cuales vale expresamos la alegría religiosa. Para no citar sino uno de aquellos sentimientos. No hay derecho entonces, de que alguien nos quiera imponer modos foráneos.
Es cierto que los salmos nos invitan, a cada paso, a sentirnos alegres. Con una alegría que es muy cercana a la alabanza al Señor.
Cuenta el primer libro de las Crónicas que David bailó emocionado ante el Arca de Yahvé, que regresaba a su ciudad. Pero Mical, hija de Saúl, no entendió este gesto.
No existe todavía un trabajo serio sobre el particular, que ayudaría mucho en la Nueva Evangelización.
Recordemos que se trata de una alegría religiosa, no aquella que desborda a sus anchas en un club, o retumba en las discotecas. O se contagia amablemente en una reunión campestre de familia.
Es la alegría de la fe y del trato con Dios, que ofrecen ciertas características no identificables con el ruido y el alboroto. Los cuales pudieran agradar a un grupo juvenil, o ayudarían en determinadas actividades dramáticas. Pero no pueden ser norma y estilo común para todo el pueblo de Dios.
Hay que ser cuidadoso: No podemos excluir los elementos inherentes al gozo interior, que es un don del Espíritu Santo. Gozo que invita a la reflexión y al silencio. Que regala capacidad de saborear el misterio, de encontrarnos con el Señor, «cara a cara la sombra» como dice un autor.
¿Cómo hemos de expresarnos de forma comunitaria en las celebraciones religiosas? Aquí entraría el canto como elemento privilegiado. Un elemento que ha sido tratado con descuido e ignorancia. ¿Qué elementos le faltan y qué otros estorban a nuestra liturgia?
«Venid ante el Señor entre cantares de gozo», reza una hermosa antífona.
¿Pero no habremos profanado con frecuencia ese gozo? Esa explosión de imágenes y de ruido talvez nos convierten en robots, anulando nuestra personalidad de discípulos de Cristo.
9. ¿Hemos sofocado el misterio?
Hay una hermosa definición de misterio: Ese más allá que tienen muchas cosas, a la luz de nuestro entendimiento y de nuestra fe. Algo casi nunca asequible a los sentidos, pero presente en todo el universo.
En la música y mucho más si es música religiosa, aletea un misterio. Queremos comunicarnos con Dios, entonces le damos a nuestras plegarias melodía, armonía, timbre e intensidad. Aparece así un lenguaje artístico, que a la par es metalógico. Más allá de la mente y del deseo. Pero un lenguaje empapado de amor y de confianza.
Por lo tanto, no es lícito profanar la música, que nos ennoblece y nos proyecta a una dimensión superior. Tarea que han de realizar las canciones que acompañan nuestras celebraciones religiosas.
Pero en la asamblea litúrgica se da otro valioso elemento: Ya no es Federico o Luisa, doña Amanda, el doctor López, Juanjosé o Claudia, quienes de modo individual se comunican con Dios. Es toda una comunidad que descubre y siente la presencia de Jesús de Nazaret. Nos lo dijo el Maestro: «Donde estén dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Ese «reunidos en mi nombre» lo habrán logrado la inspiración, la piedad, la recta ejecución de los cantos religiosos.
De igual modo, por medio de la música religiosa, nos presentamos como protagonistas del universo. Damos vida, palabra y agilidad a toda la creación que nos rodea. La cual sería muda y paralítica, si a su lado no palpitara un corazón creyente, que alaba, bendice y agradece al Señor.
El salmo 138 señala el paso de la idea, bajo la mirada vigilante de Dios, hasta volverse palabra en nuestros labios: «No ha llegado la palabra a mi lengua y ya, Señor, te la sabes toda». Podríamos afirmar que el canto religioso hace más veloz ese viaje, hasta que nuestras sílabas tocan el corazón del Padre de los Cielos.
De allí la insistencia de tantos salmos que nos motivan a cantar con alegría. Y además con maestría. Sus autores hacen el inventario de los instrumentos musicales de entonces, invitándolos a alabar al Creador. Pero a la vez, los salmistas, quieren que sus canciones tengan alma. De ahí que enumeran, en larga letanía, las razones por las cuales alabamos al Señor: Porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Porque su bondad abarca los cielos. Porque ha hecho entre nosotros cosas grandes. Porque es lento a la ira y rico en clemencia.
En otras ocasiones, los autores de los salmos se entretienen haciendo un colorido recuento de la creación, para invitarnos a dar gracias por cada maravilla del universo: «Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra». «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos». «El Señor manda la nieve como lana, esparce la escarcha como ceniza, hace caer el hielo como migajas».
Valdría entonces examinar cuidadosamente, en nuestros templos, el sitio donde se ubican los cantores con sus instrumentos musicales.
Porque parece que, en muchas ocasiones, hemos desterrado de allí el misterio. Parece que nos estorbara ese más allá gozoso y trascendente. Por esta razón todo sigue tan vulgar y ordinario y nuestros cantantes aparecen como un grupo encargado de matar el silencio. Y a la vez de sofocar el misterio.