Introducción
Gladys trabaja como cajera en un supermercado. Hace tres meses sale con un amigo y todo parece indicar que ha encontrado su hombre ideal: Serio, responsable, comprensivo, cariñoso. Los dos se entienden a las mil maravillas. Pero… él es casado.
Patricia se graduó hace poco en sistemas. Tiene veinticinco años y hace siete se enamoró locamente. Quedó embarazada de su novio. Resolvieron casarse por la Iglesia, en parte para solucionar el problema, en parte por presiones familiares. Y como todo matrimonio relámpago, también aquél produjo tempestades.
Al año se descubrieron él y ella como personas incapaces de convivir. Vino enseguida la ruptura y ahora cada cual busca amores por su lado. Pero los fatiga una dura realidad: Son casados.
En la frontera masculina las cosas no funcionan mejor. Muchos desean un hogar firme y gratificante. Pero guardan en su haber un fracaso con la primera pareja. ¿Lograrán un segundo matrimonio estable y feliz?
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Aquí no pasó nada
Quienes proyectan un segundo matrimonio se dicen a veces: Aquí no pasó nada. Me vuelvo a casar y todo quedará solucionado. Pero generalmente no es así. Un matrimonio roto, así sea el civil, deja imborrables huellas sobre cada hombre y cada mujer. Consecuencias también para los hijos. Un sabor amargo, que se confunde con cierta rebeldía hacia la sociedad, hacia la Iglesia y no pocas veces un complejo de culpa. Queda una situación incómoda frente a las dos familias. Y una sensación de fracaso que pocos logran superar. Embarcarse en un segundo matrimonio, sin pensarlo despacio, sería un error muy peligroso.
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Una visión más evangélica
Ciertos cristianos —cuya buena intención no se niega— sienten que las parejas no marcadas por el Sacramento están amenazadas día y noche por la condenación eterna. Pero reconociendo que este estado no es el ideal de un cristiano, no conviene mirar así las cosas.
De otro lado, al examinar estos hogares bajo la luz del Evangelio, descubrimos allí actitudes muy positivas:
Con frecuencia ellos cultivan una fe, que aunque aporreada, es auténtica. Una sincera búsqueda de Dios. De ahí su angustia frente a los Sacramentos.
En estos hogares brilla muchas veces un amor verdadero. De los esposos entre sí. De la pareja y hacia los hijos.
Igualmente mucho sufrimiento. Se sufre por echar adelante ese hogar en medio de arduas dificultades. Se sufre por la manera como algunos miran y juzgan su situación. ¿No será esta cruz un signo de la presencia del Señor ?
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Un obispo católico
Las anteriores reflexiones las encontré, aunque en distinto lenguaje, en un hermoso libro «Cristianos divorciados vueltos a casar» (Editorial PPC, Madrid, l991). El autor, ya fallecido, es monseñor Armando A. Le Bourgeois, quien como superior general de los eudistas, visitó varias veces a Colombia, antes de ser obispo de Autun en Francia.
Nos dice quien presenta su libro: «Los nuevos matrimonios de cristianos divorciados son cada día más frecuentes en nuestra sociedad. Y a menudo suscitan muchas inquietudes y preocupaciones. Monseñor Le Bourgeois es un obispo que ha encarado pastoralmente estas situaciones, desde hace mucho tiempo. Y ha recibido multitud de cartas en las que subyace un denominador común : El nuevo matrimonio de los cristianos divorciados ¿es una transgresión imperdonable?
En este libro selecciona unas cincuenta cartas dirigidas a él. Cartas que reflejan situaciones y experiencias muy diversas. Y que piden —y también exigen— un lugar reconocido en la Iglesia para las parejas implicadas en este problema.
El libro expone la postura de la Iglesia católica a lo largo de los siglos ante este asunto y la compara con la actitud de las Iglesias protestantes y ortodoxas. Y formula esta pregunta urgente: ¿Es necesario excluir sistemáticamente de la Eucaristía a todos los cristianos divorciados vueltos a casar?
Un libro valiente para un difícil problema. Un libro que suscita interrogantes, que insinúa posibles soluciones, que reclama la profundización en el Evangelio de la misericordia.
Un libro, en definitiva, que pone en contacto con la cruda realidad y, a la vez, reclama un tratamiento pastoral que sea Buena Noticia para los cristianos divorciados y vueltos a casar».
A este obispo le dolía en el alma la situación de tantos que no pueden vivir plenamente unidos a la Iglesia. El mismo nos dice con sentidas palabras: «Estos hombres, estas mujeres, estas parejas cristianas se sienten rechazados por la Iglesia, porque se divorciaron y se volvieron a casar… Llevo quince años escuchándolos, recibiéndolos. Más de quince años carteándome con ellos. Por encima de las setecientas cartas, los diálogos se extienden a lo largo de muchas horas. He conocido a muchos de sus hijos. He charlado con ellos, he seguido su proceso. He conocido su cólera, o al menos, la melancolía de una niñez dividida entre el amor de sus dos progenitores.
Todas estas voces me han revuelto por dentro. Porque expresaban una inmensa angustia, y al mismo tiempo, una fe frecuentemente heroica. También una amargura contra la Iglesia, contra su jerarquía, contra sus comunidades cristianas tantas veces cerradas sobre sí mismas.
Hace ya mucho tiempo que me hice eco de todas estas voces, no sin haber consultado antes a sacerdotes y laicos de la diócesis que me fue confiada. Ya en l97l me declaré en favor de la sepultura religiosa de los divorciados y vueltos a casar, que conservaban alguna relación con al Iglesia. Pero seguía faltando la defensa de los que vivían. Lo he hecho a través de las posibilidades que nos ofrecen los medios de comunicación. Periódicos y revistas me llamaron, abriéndome generosamente sus páginas, aún a riesgo de polémicas que sabía inevitables. ¿Me atreveré a añadir que el diálogo con ciertas autoridades romanas — siempre corteses— no fue siempre fácil?
… ¿No estaría obligado a publicar lo esencial del material que poseo, por el número y calidad de mis interlocutores? ¿Puedo conceder la palabra a quienes me abrieron su corazón, me confiaron sus preocupaciones y a veces su desamparo? Lo he dudado mucho. ¿No correría el riesgo de hacer creer que el divorcio es una solución normal para las dificultades de la pareja y que no supone ningún cambio en la vida dentro de la Iglesia? ¿En la participación de los Sacramentos?
¿No correría el riesgo de hacer disminuir el profundo respeto que tengo por el matrimonio, magníficamente simbolizado por la primera pareja —hombre y mujer— salida de las manos del Creador y vivificado por la gracia de Cristo, respeto que, además, deseo que compartan todos los cristianos? Por otra parte, ¿qué pensarán esos hombres y mujeres a los que su convicción religiosa ha llevado, con una fortaleza que yo admiro, a dar testimonio ante toda la Iglesia de que se puede aceptar la soledad sin fundar un nuevo hogar?
Finalmente, ¿sería útil para todos mis hermanos en la fe hablar con libertad, aún a riesgo de chocar con alguien o ser mal comprendido?
La relativa calma de mi jubilación como obispo me ha permitido revisar y completar este material que ha guardado. Y la insistencia de algunos cristianos, sacerdotes y seglares, me ha decidido a dejar oír estas voces.
Pido a cada uno de mis lectores que respete los matices de mi propósito. Rechazo las categorías prefabricadas, tan frecuentes en nuestra Iglesia, las rápidas clasificaciones de buenos y malo, negros y blancos. Rechazo del mismo modo la manga ancha y el legalismo. Uno y otro asfixian el Evangelio.
Antes de publicar estas cartas en su texto auténtico (no siempre íntegro, por razones de discreción), he pedido la autorización de los firmantes. De algunos no la he conseguido. Todos los demás han aceptado con alegría —a veces con entusiasmo y emoción— contribuir con su grano de arena a un trabajo que puede ayudar a sus hermanos que sufren.
Ojalá mi Iglesia acoja estas voces, a las que uno la mía y la de una gran cantidad de cristianos de muy diversas posiciones religiosas. Ojalá mi Iglesia sea consciente, sobre todo, de que no está sola al enfrentarse a este problema del divorcio, a la vez masivo y doloroso.
…Y ahora lanzo este libro casi como una botella al mar. Que lo lea quien lo encuentre… O como una boya de salvamento que quizás ayude a algunos náufragos de la esperanza».
El libro de este obispo se compone más de preguntas que de respuestas categóricas sobre el problema. Al leerlo, recordamos la palabra de un teólogo actual que asegura cómo la verdadera fe integra, casi siempre, más numerosos interrogantes que respuestas del todo satisfactorias.
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Señor, ¿qué quieres que haga?
San Pablo cuenta en el libro de Los Hechos su encuentro personal con el Señor Jesús: «Yendo yo de camino, estando cerca de Damasco, hacia el mediodía, me envolvió de repente una gran luz, venida de lo alto. Caí al suelo y oí una voz que me decía: Saulo, Saulo… Yo respondí: Señor ¿qué quieres que haga?» (Hch 6,l0).
Entre los cristianos que viven en pareja sin el Sacramento, algunos, para serenar su conciencia, señalan a la Iglesia como causante de su situación irregular. No nos parece justo. Antes que culpar a la Iglesia o al cónyuge, podríamos preguntarnos: Yo fulano (o fulana de tal) marcado por la señal de Bautismo, ¿qué he de hacer desde mi situación particular para buscar a Dios?. Señor, ¿qué quieres que haga?
Imagino que las respuestas serán múltiples, de acuerdo con las diversas situaciones. El ámbito de la propia conciencia, donde no entra sino Dios y aquel a quien yo le preste la llave, es el recinto primordial de la fe. De allí brotan todas las opciones morales. Desde allí nos motivamos a los actos del culto. A la celebración de los Sacramentos, los cuales son expresiones externas y grupales de nuestra personal y profunda relación con el Señor.
Las leyes de la Iglesia, el cariño de parientes y amigos pueden iluminar nuestra conducta. Pero la suprema ley es la conciencia. Siempre y cuando no tratemos de engañarla. Siempre y cuando no la hayamos deformado por los vicios.
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La Santa Madre Iglesia
Un esposo separado confesaba que nunca sintió a la Iglesia como madre. Cuando más como una madrastra intolerante o una rígida juez.
Recordemos sin embargo que la Iglesia ha de ser madre, pero a la par maestra. Ella es la comunidad de los discípulos de Cristo bajo la autoridad de Pedro, pero también como Jesús, se ha encarnado en una serie de estructuras, doctrinas, normas y costumbres. La Iglesia es, como expresa el concilio Vaticano II, «divina y humana, santa y pecadora, peregrina y gloriosa». Tiene como tarea mirarse diariamente al espejo de Evangelio para averiguar si todavía se parece a Jesucristo.
Como cada uno de nosotros que lleva a los hombros una cruz, la Iglesia también carga la suya: Las estructuras en las que se ha encarnado y que a veces desfiguran su rostro. Pero así tiene que ser, porque nuestra santa Madre todavía no se identifica plenamente con el Reino de los cielos. Lo cual significa que sus hijos aún no somos perfectos. Podemos errar el buen camino.
No nos extrañe entonces que la Iglesia dicte normas y defienda su cumplimiento. Aunque el Canon 1.752 del actual Derecho Canónico afirme que «el bien de las almas (traduzcamos: el de todos los hombres y mujeres del mundo) ha de ser la suprema ley de la Iglesia», valen también los otros 1.751 cánones. Así entendemos cómo Iglesia señala que los esposos sin matrimonio católico, no deben acercarse a los Sacramentos de Reconciliación y Eucaristía. Porque los sietes Sacramentos conforman un programa, una escalera hacia una vida de fe plena. No sería lógico aceptar este camino con remilgos. Una norma que duele a muchos cristianos honestos. Pero también, una invitación a los pastores para que escuchen a estos hermanos en problemas y les ayuden desde la conciencia.
Las leyes sanas de una república y también las eclesiásticas, si las miramos despacio y con serenidad, procuran defender unos valores. Es el caso de ciertas frutas a quienes el Creador ha envuelto en dura corteza para protegerlas. Además ninguna institución legisla, para pretender en seguida que un caso particular se resuelva contra lo legislado.
Cuando la Iglesia defiende la indisolubilidad del matrimonio no desea atormentar a quienes, por una u otra causa, no alcanzaron dicho valor de permanencia. Pero sí está protegiendo a quienes lo lograron y a los hijos que brotaron de esta alianza.
Como madre solícita, la Iglesia siente pena por quienes sufren frente a sus leyes. ¿Pero qué pasaría si ella de un plumazo anulara estas normas? ¿Esa Iglesia futura sería más de acuerdo al ideal humano? ¿Más calcada sobre el Evangelio?
Conozco muchísimas parejas que jamás podrán unirse por matrimonio canónico. Su vínculo anterior se los impide. Pero de inmediato me pregunto: ¿A estos hermanos Dios los rechaza del plano? Y la Iglesia, fuera de legalizar su nueva situación, ¿no puede hacer nada por ellos?
Recuerdo la frase de un anciano obispo: «Mire, padre, si todas las parejas sin matrimonio católico van para el infierno, al Señor le van a quedar muchas sillas vacías en la Gloria».
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Una cosa es una cosa…
…y otra cosa es otra cosa, enseña la sabiduría popular. Conviene reconocer que no es idéntica la situación de una pareja que logra conservar mantenerse fiel y estable, no obstante las crisis y la de muchos que no alcanzaron esta meta.
- Que muchas veces uno de los cónyuges no tuvo la culpa del fracaso. O quizás sus actitudes negativas y difíciles no son imputables ante su conciencia y ante el Evangelio.
- Que para una suficiente convivencia en el matrimonio se requiere una adecuada madurez , artículo de lujo en ciertas sociedades contemporáneas.
- Que el hombre y la mujer no llegan al matrimonio en estado puro. Todos padecemos variadas taras sicológicas, las cuales algunas sólo se detectan en un proceso de convivencia.
- Que no siempre al matrimonio religioso lo acompaña una fe adulta de ambos cónyuges. Entonces cuanto el edificio se cuartea, no es posible mantenerlo en pie a base únicamente de leyes, de consultas profesionales, de amor a los hijos o de un «qué dirán, si nos separamos».
De otro lado…
Quienes fracasaron en su matrimonio procuren conservar su autoestima. Todos cometemos errores, pero si nos dejamos ayudar de alguien honesto y sincero podremos evitar un definitivo naufragio.
Procuren intensificar su vida cristiana. No importa que en la presente coyuntura ella pueda parecer un refugio. El libro de los salmos nos enseña a rezar cuando «me llega el agua al cuello. Me estoy hundiendo en un cieno profundo y no puedo hacer pie. He entrado en la hondura del agua, me arrastra la corriente» (68). Si a pesar de todos los pesares, nos sentimos amados por el Señor y tratamos de amarlo, no hemos renunciado a la esperanza.
Procuren realizar obras de caridad, de acuerdo a sus capacidades. Ellas son, como escribe el apóstol Santiago, expresión visible de una fe auténtica.
Además, si han conformado un nuevo hogar, busquen el Bautismo para sus hijos. La Iglesia no puede negárselo, excepto en casos de increencia manifiesta o de escándalo público. Eduquen a sus hijos según el Evangelio. No importa que ellos sean «los tuyos, los míos y los nuestros».
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Mirando hacia el futuro
Conviene aclarar que los tribunales de la Iglesia no disuelven un vínculo matrimonial ya contraído. Su oficio es declarar la nulidad de lo celebrado anteriormente, cuando no hubo los requisitos suficientes en los contrayentes. Por ejemplo, falta de libertad, ciertos problemas sicológicos, ignorancia sobre asuntos substanciales.
Es verdad que estos procesos son lentos todavía y muchas veces incómodos. Que solamente algunos se atreven a demandar la validez de su anterior matrimonio ante la Iglesia. Que otros saben en conciencia —también lo sabe un sacerdote amigo— que su matrimonio fue inválido, pero carecen de herramientas jurídicas para probarlo. Y prefieren echar para adelante, sin buscar una solución oficial. Que otros más no entablan un proceso para no herir al cónyuge, cuya intimidad se vería afectada.
Aunque muy lentamente, la Iglesia avanza hacia una mayor agilización en los procesos de nulidad matrimonial, frente a los buenos deseos de muchos cristianos sinceros que padecen esta cruz. Ellos, al acudir ante los tribunales, esperan recibir cariño, acogida, comprensión y una palabra de confianza. ¿Encontrarán siempre todo esto?
El papa Juan Pablo ha insistido en que los tribunales presenten un rostro más paternal que jurídico. Pero no siempre los deseos del Papa se cumplen en todos los rincones de la tierra. Tampoco es muy frecuente en la pastoral ordinaria de las parroquias la ayuda y el acompañamiento de los separados. De las parejas que aún no viven en matrimonio religioso.
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Una novedosa iniciativa
En la parroquia de Santa Gema, en Medellín, por iniciativa del Padre Juan Manuel Santamaría y del Movimiento Familiar Cristiano, existe desde 1993 el grupo REVIVIR. Por allí han pasado al rededor de 500 personas solicitando ayuda, luego de que su matrimonio ha fracasado, naufragado.
Este es un grupo abierto. Todos allí son bien recibidos, sin distingo de clase, edad ni religión. Sin obligación de regresar a las próximas reuniones.
El Padre Juan Manuel se sintió motivado a hacer algo ante las circunstancias presentes. Pero además la ideología del grupo se apoya en un discurso del Papa Juan Pablo II ( 10 de agosto de l994): «Los obispos y sacerdotes deben hacer lo posible por ayudar a los divorciados, separados y madres solteras, los cuales siguen formando parte de la Iglesia, al margen de la responsabilidad personal en el drama en que ven implicados». « La Iglesia, añade el papa, no renunciará jamás a amar, a comprender, a estar junto a todos aquellos que están en dificultades».
La metodología del grupo REVIVIR integra varias etapas:
- Procesar el duelo. Es decir recuperar la auto valoración como personas libres y capaces de una vida normal.
- Sentirse parte viva de la Iglesia, a pesar de su actual situación.
- Reflexionar sobre el derecho a la felicidad de todo ser racional.
- Recibir apoyo de parte de la comunidad parroquial.
- Recuperar los valores humanos y cristianos de la persona para ayudarla a reinsertarse en el ámbito social.
El grupo ofrece a los asistentes ayuda sicológica, espiritual y terapia comunitaria. Reflexión de la palabra de Dios, conferencias y talleres sobre la soledad, el enojo, la madurez, la aceptación de mi historia personal, la dependencia, etc.
Pero es justo reconocer que, como Iglesia, todavía no hemos inventado una pastoral estructurada frente a cuantos padecen en dificultades matrimoniales. Una tarea propia de los pastores, es verdad, pero que ha de ser iluminada, apoyada, promovida por los laicos. Tanto por quienes alcanzaron un matrimonio estable y feliz, como por tantos que guardan en su agenda una derrota. Esta los capacita para darle una mano oportuna a otros hermanos. «Ayudáos a llevar vuestras cargas unos a otros y así cumpliréis la ley de Cristo», escribe san Pablo a los Gálatas (6,2).