Natividad del Señor
1. El último Evangelio
«En el principio existía la Palabra, y la Palabra existía junto a Dios y la Palabra era Dios». San Juan cap.1.
Antes del Concilio Vaticano II, al final de la Misa, decían que el rito ya se había terminado. Y el sacerdote se volvía al altar para leer el «Ultimo Evangelio». Muchos aún lo recordamos.
Pero ese Evangelio era el primero de todos, el primer capítulo de San Juan, el que leemos en esta Navidad. Allí el evangelista nos dice mil cosas hermosas y profundas, que para explicarlas, exigirían muchas páginas.
San Juan enseña que Dios existe desde el principio. Nuestra historia es pequeña y fugaz. Cuando dejemos esta tierra, nos grabarán sobre la tumba dos fechas: Ese fue nuestro tiempo.
Pero Dios no es así. El no está contenido en el tiempo. Antes de nuestros padres, de nuestros abuelos. Antes de tantas generaciones que ya no son. En ese «antes» Dios existía amando. Y una vez, por así decirlo, se asomó a la ventana del tiempo, y creó el universo, hace millones de años.
«En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios». Unos biblistas traducen la Palabra. Otros hablan del Verbo, el Hijo de Dios.
Después, san Juan añade que por El fueron hechas todas las cosas. Nuestro lenguaje humano es inexacto. Pero así indica el evangelista que todo cuanto tuvo origen en Dios.
Enseguida el evangelista explica que Dios es vida y es luz. Luz que brilla en las tinieblas. Pero éstas no lo han recibido. Sin embargo, «a cuantos lo recibieron les dio poder para ser hijos de Dios, porque han creído en su nombre».
Y llega el momento, en que san Juan nos declara el acontecimiento que hoy celebra toda la tierra: «Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria».
En las grandes catedrales, las campanas se lanzan a vuelo. Una comunidad campesina se recoge bajo la humilde capilla. Las jóvenes danzan a la media noche en una aldea africana. Los pescadores se acercan al pesebre con sus dones. Los niños despabilan el sueño para mirar a Jesús recién nacido en el pesebre. Y a todos se nos llena el corazón de gozo. Dios acampó entre nosotros. Dios nos ha dado poder para ser sus hijos. «Pues, siendo tan gran Señor tenéis corte en una aldea, ¿quién hay que claro no vea, qué estáis herido de amor?» cantaba Diego Cortés, hace ya varios siglos.
Todo ello se resume en aquel párrafo de san Pablo a Tito: «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor a los hombres».
Un grupo juvenil discutía sobre el acontecimiento cumbre de toda la historia. Alguno dijo que la invención de la escritura. Otro, que el descubrimiento de la penicilina. Otros señalaron la conquista de la luna.
No, dijo uno de ellos: ¿No entendemos que el hecho más importante de toda la historia fue cuando Dios se hizo hombre?.
«El Verbo se hizo carne y hemos visto su gloria».
2. Recibamos al Salvador
«Vino a su casa y los suyos no lo recibieron. Mas a cuantos le recibieron, los que creen en su nombre, les da poder para ser hijos de Dios». San Juan, cap. 1.
Existe el tiempo histórico, pero además el tiempo literario. El primero enmarca el espacio de años y de días en los cuales sucede un acontecimiento. El segundo se identifica con el área temporal en que se escribe el relato de lo acontecido.
El prólogo del Evangelio de San Juan, fue escrito a finales del siglo I. Ya existía la enseñanza de San Pablo, explicada en sus cartas que lograron gran difusión en las comunidades.
De otro lado, estos mismos grupos cristianos profundizaban en el mensaje de Jesús, mientras lo elaboraban en variadas catequesis.
Aparecían entonces las primeras doctrinas heréticas, tocando precisamente la persona de Jesús. Unos exaltaban la divinidad del Señor hasta ocultar que era hombre verdadero. Otros le negaban su condición de Dios, igual al Padre. Otros más lo presentaron con un cuerpo ficticio, muy distinto del nuestro. Todo lo cual devaluaba de raíz el programa de la redención.
Averiguar el tiempo literario exacto, en el cual San Juan pone todo esto por escrito, es imposible. Se dan fechas aproximadas. Se hacen cálculos.
Pero el cuarto evangelista nos conduce ante Dios, que existe desde la eternidad, antes de comenzar el tiempo, cuando el mundo era apenas un proyecto en la mente divina.
Pero luego nos cuenta cómo ese Dios infinito vino a vivir entre nosotros. Aunque no lo dice de una vez. Prefiere dar un rodeo y señalar primero a Juan, el Precursor. El que ha sido enviado por Dios cómo testigo de esa Palabra eterna, que ha resonado sobre el mundo. No se duda que los textos de san Juan fueron bastante influenciados por el pensamiento griego que corría entonces. «Vino un hombre de parte de Dios que se llamaba Juan. Vino para dar testimonio. Para que por él todos creyeran».
No sabemos que captarían los primeros cristianos de este prólogo.
Hoy algunos lo consideran cómo un complemento, añadido posteriormente por algún discípulo a las catequesis del apóstol.
También nosotros lo leemos, a través de nuestros esquemas mentales, y advertimos un lenguaje más alto que el usado comúnmente por el evangelista.
Pero comprendemos que es lógico y oportuno. Antes de presentar a Jesús por los caminos de Galilea, a un Mesías tan supremamente humano, convenía enseñar quién era Él, cuando aún no había puesto su tienda entre nosotros.
Un versículo de este prólogo es particularmente llamativo para el cristiano actual: «Vino a su casa, pero los suyos no le recibieron».
Sin embargo, no conviene pasarnos la vida deplorando que muchos no han querido recibir al Señor. Sin un toque interior de la gracia, ninguna predicación es convincente. Hemos de proclamar el Evangelio, pero Dios tiene sus tiempos y sus modos. De otra parte, cuando la Iglesia, representante oficial del Evangelio, deja de ser creíble, el mensaje no llegará ni a los oídos ni a los corazones. Pero alegrémonos porque la Palabra sí ha transformado la vida de muchos creyentes. Lo proclaman tantos hombres y mujeres comprometidos con el Evangelio.
Por estos días la tierra toda es distinta exteriormente, porque es Navidad. Desde los templos hasta los almacenes. Desde las calles hasta los hogares.
Sin embargo, cabe de nuevo preguntarnos: ¿Sí hemos recibido de veras al Salvador?
3. La palabra acampó entre nosotros
«En el principio ya existía La Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios». San Juan, cap. l.
Los evangelistas evangelios sinópticos buscan, para hilar su relato, las catequesis de la Iglesia primitiva. Juan se ciñe además a sus recuerdos.
Cuenta con precisión «lo que he visto y oído» y luego desarrolla en amplios párrafos sus memorias. Lo que a través de su larga vida ha descubierto en la persona del Maestro.
Los tres primeros Evangelios abundan en milagros, en hechos y dichos del Señor. El cuarto sólo relata siete signos y algunos discursos, más elaborados quizás, que insisten sistemáticamente en ciertas ideas principales.
«En el principio ya existía la Palabra y la Palabra era Dios»: Así comienza el prólogo de este cuarto Evangelio, revelándonos a Jesús como Palabra del Padre. Podríamos añadir: Manifestación, expresión, revelación del Padre.
Algunos afirman que esta página nos llega de un himno que se usaba en la primera comunidad cristiana, para alabar a Jesucristo.
Hoy a nosotros, luego de muchas traducciones, san Juan nos dice que Jesús es el Verbo del Padre. Y al comparar esta expresión con el lenguaje diario, comprendemos que nuestras palabras son el ropaje de nuestros pensamientos. Pero a la vez su habitación, sus alas, su disfraz y su cárcel.
Nunca podremos entonces lograr la forma plena, un método del todo eficaz que revele al hermano nuestras ideas y nuestros sentimientos.
Nacen los sustantivos y de inmediato necesitan un verbo que los lleve de la mano, los proteja y los oriente. Llaman en su ayuda al adjetivo, que los marca y los singulariza. Pero enseguida, para no traicionar el pensamiento, invocan al adverbio. Piden exactitud a las preposiciones, se dan la mano por medio de las conjunciones.
Cuando Dios se hace hombre, Jesucristo se presenta cómo la Palabra del Padre, pero una palabra definitiva, absoluta e inmensa que resuena sobre el universo, declarándonos el amor sustancial de Dios.
Resuena en los ambientes de aquel tiempo y hemos de hacerla resonar entre nosotros, hasta los confines de la tierra.
Aparece Jesús de Nazaret como hijo de mujer, hermano, peregrino, visitante que acampa entre nosotros, necesitado, vecino, compañero de viaje.
La luz de Dios se revela en Jesucristo. Pero también se opaca. De lo contrario no la podrían soportar nuestros ojos.
Aquel día la Sabiduría de Dios se redujo a esquemas humanos: Al idioma arameo, al culto israelita, a la geografía de Palestina, al paisaje de Galilea, a la escuela de Nazaret, a la historia que enseñaba por las tardes Rabí Isacar, añorando el pasado.
La bondad de Dios, para llegar a nuestro entendimiento, se vistió de formas humanas. Su belleza se ocultó detrás de la hermosura limitada del mundo, de las cosas.
Desde entonces el Creador comenzó a hacerse presente en todos los signos que delatan amor y bondad. En la simpatía de un rostro amable, de un gesto oportuno, de una mirada comprensiva. Por todo ello podemos afirmar que Jesús es la Palabra del Padre.
San Juan comprendería todo esto mejor que nosotros: «En el principio ya existía la Palabra y la palabra estaba junto a Dios». «La palabra se hizo carne y acampó entre nosotros».
Para los cristianos de hoy esa Palabra del Altísimo resuena en la conciencia de cada creyente. Pero también en la liturgia de la Iglesia y en la comunidad cristiana. Escuchémosla.
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La Sagrada Familia
1. ¿Y la familia, qué tal?
«Cuando José y María cumplieron todo lo que prescribía la ley, volvieron a Nazaret y el Niño iba creciendo y se llenaba de sabiduría». San Lucas, cap. 2.
Noticia de última hora: Hay hogares felices. Y ante el asombro de muchos podemos confirmar la noticia. La mayoría de las canciones y las telenovelas sólo presentan proyectos familiares arruinados, traiciones, amor de pacotilla. Pero existen hogares felices. Los encontramos en la vida real.
No por ausencia de problemas y dolores - algo imposible sobre nuestro planeta - sino por un esfuerzo diario de armonía y cariño. Familias de todas las clases sociales, con una madre esforzada que reparte a todas horas ternura y optimismo.
Con un padre sincero y responsable. Con unos hijos que aman y admiran a sus progenitores. Muchachos de hoy, pero empeñados en sacar adelante esa empresa común que se llama hogar.
En Nazaret hubo también una familia feliz, sin que faltaran tropiezos y angustias. Pero la fe y el respeto hacían brotar la dicha. «Un taller de carpintero y un gran misterio de fe. Manos callosas de obrero, limpias manos de hombre entero: Es la casa de José. Familia pobre y divina, pobre mesa, pobre casa, mucha unión, alguna espina y el ejemplo que culmina en un amor que no pasa». Así describe aquel hogar un poeta religioso.
Esa familia singular nos confía el secreto para renovar las nuestras: Amor, sinceridad, trabajo, honradez, comprensión, diálogo, confianza en Dios.
Jesús nació en Belén y a los pocos días sus padres lo presentaron al Señor en Jerusalén, como la ordenaba la Ley. Allí dos personajes entrevistan al Niño.
No eran periodistas de oficio, pero sí dos ancianos que atesoraban una larga experiencia de fe.
El se llamaba Simeón. Ella, Ana. Toda la esperanza del Antiguo Testamento tatuada en sus rostros, acumulada sobre su corazón. Ambos salen al encuentro de esta familia humilde que va al templo. María acuna al Niño entre sus brazos.
José lleva la ofrenda de los pobres, un par de tórtolas entre una canastilla.
Los dos ancianos encuentran al Salvador bajo esas simples apariencias. Y San Lucas apunta que Simeón bendijo a Dios y derramó su alegría en un cántico. Que Ana no cesaba de hablar de aquel niño a todos los vecinos.
Estos ancianos nos enseñan a descubrir a Dios en nuestro hogar. En los acontecimientos cotidianos. Dentro de los conflictos que acompañan la vida de todos los mortales. Allí se oculta el Señor y quiere despertar nuestra alegría.
Hoy miramos tantos hogares desencantados. Deslucidos. Tantos otros al borde de la crisis y la ruptura. Sólo podría salvarlos un retorno sincero a los valores definitivos. Un regreso al Señor.
Un matrimonio es siempre un proyecto de felicidad. Nadie abandona su casa paterna para llenarse de conflictos. Pero en el camino de la vida el amor es atacado por numerosos enemigos: Egoísmo, irrespeto, falta de comunicación, afán desmedido por las cosas, silencios que lastiman, preocupación parcializada por la propia familia o por los hijos.
Al terminar el año, los creyentes evaluamos nuestro propio hogar de cara a la familia de Nazaret y comenzamos un trabajo de enmienda.
Entonces a la pregunta de rutina: ¿Y la familia qué tal? Podremos responder: Muy amable. Gracias a Dios, muy bien.
2. Las matemáticas de Dios
«El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba». San Lucas, cap.2.
El Niño —escribe un autor— iría a la escuela con los demás de su edad; pero no para ser «niño prodigio», ni el preferido del maestro. Se las arreglaría, a su modo, para que el profesor a veces entendiera y otras no, sus respuestas.
En la clase de matemáticas, Rabí Isacar, con una barba muy blanca y muy bíblica, le pregunta una vez al hijo del carpintero: ¿Si un pastor tiene cien ovejas y se le pierde una, cuántas ovejas le quedan?
— Si es mal pastor, responde el Niño, le quedan noventa y nueve. Pero si es buen pastor, irá y no parará hasta que encuentre la extraviada y tenga otra vez ciento.
Grandes risas de toda la clase, hasta del rabí, a quien la respuesta no le ha parecido del todo matemática.
Así son las matemáticas de Dios. En la repartición de su tiempo sobre la tierra, un gran desequilibrio: Treinta años en familia y tres para salvar el mundo.
Nosotros creemos que el mundo se salva desde fuera. El Señor nos dice lo contrario: Se salva desde dentro. Desde el seno de la familia.
Nosotros inauguramos escuelas, creamos hospitales, formamos grupos financieros, sostenemos partidos políticos, promovemos institutos culturales, fomentamos el deporte, ampliamos nuestro comercio exterior, revisamos las leyes, defendemos la niñez desvalida… ¿y la familia?
— Está bien, ¡gracias! Podríamos responder con esa frase sosa, con la cual defendemos la intimidad del hogar frente a los extraños.
Parece que intentamos edificar la sociedad comenzando por los techos. Queremos salir al encuentro de los problemas del hombre, cuando éste ya tiene dieciocho años. Pero antes, ¿qué le dio la familia?
¿Cuántas son las entidades cívicas, sociales, económicas, culturales, aún religiosas, que tienen como objeto educar la familia en cuanto tal?
Podríamos consolarnos si pensamos que todo lo social contribuye, a su manera, al bien de la familia. Pero quitémonos la máscara.
No es así. Más bien se dan numerosos factores que conspiran contra la familia: La sociedad de consumo, los medios de comunicación, las campañas publicitarias, las ideologías foráneas, la manipulación de la mujer, etc.
¿Y yo, como persona, que hago por mi familia? Yo que soy político famoso, competente industrial, eficaz obrero, profesor tan sabio, profesional calificado, prestante dama, o mujer de tanta influencia social, ¿qué he hecho por mi familia?
«El Niño Jesús crecía y se robustecía y se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios le acompañaba». ¿Por qué será que todos nuestros niños no les pasa lo mismo?
3. Reportaje a Simeón
«Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón que aguardaba el consuelo del Señor. Cuando entraban con el Niño Jesús, Simeón lo tomó en sus brazos diciendo: Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz»… San Lucas, cap. 2.
En el atrio del templo, con su barba muy bíblica y muy blanca, e iluminado por unos ojos radiantes y serenos, hallamos a un anciano.
—¿Quién eres tú? le preguntamos
—Me llamo Simeón. Pero no tengamos esto en cuenta. Lo que importa es que soy un hombre de esperanza.
—¿Con quién te entretenías hace poco, en este mismo lugar?
—Hablaba con una familia pobre que subió desde Nazaret, con su primogénito, a presentar la ofrenda.
—¿Por qué despertó tu interés esta familia desconocida?
—Por este tiempo se habla mucho del Mesías. Los profetas anunciaron que nacería de una Madre Virgen y le llamarían Nazareno. Al verlos llegar, sentí que el Señor recompensaba mi esperanza. En ese niño reconocí al Salvador. Ya puede entonces su siervo irse en paz…
—¿Y por qué Dios habría nacido en una familia? ¿Cuál es tu opinión al respecto?
—Si Dios es amor no podría hacerlo de otro modo. La familia es la era donde germina el amor.
—¿Crees tú que la familia puede cambiar en el transcurso de los siglos?
—Debe cambiar, lo digo yo que he vivido tantos años. En ella existe algo inmutable: el amor. Pero muchos elementos pasajeros: las actitudes de ese amor ante la vida, la historia.
—¿Qué les dirías tú a las familias del futuro?
—Algo semejante a mi discurso para la familia de Nazaret: Dios está en ellas, pero como una bandera discutida. Muchos lo rechazan: de ahí su dolor y su ruina.
Otros lo acogen. Estos serán bienaventurados.
—¿Es posible conservar en cada época los valores esenciales de la familia?
—El Señor ha puesto al Mesías como luz para todas las naciones. Siempre es posible avivar el amor, reconstruir la paz, alimentar la esperanza.
—¿Por qué hablas tanto de esperanza, si en muchas épocas las necesidades del mundo serán de otro orden y no darán plazo para ser remediadas?
—Porque la esperanza es la expectativa del Señor. Cuando ésta se pierde ya no sabemos luchar por ninguna causa.
La vida de familia es un combate que se libra en compañía. El ansia de gozar o de poseer es semilla de derrotas.
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Santa María, Madre de Dios
1. Los recuerdos de Nuestra Señora
«María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». San Lucas, cap. 2.
Nos parece que San Lucas tuvo en su infancia una experiencia de hogar cálida y rica. En los primeros capítulos de su relato, llamados el Evangelios de la Infancia, supo captar los sentimientos y actitudes de María, mujer, esposa y madre.
Al contarnos el nacimiento del Señor, desde la llegada de los pastores hasta su regreso a sus rebaños, intercala un versículo que dibuja a la Señora, inmersa en aquellos extraordinarios hechos. «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón».
La Madre de Jesús observa y medita, capta cada gesto y cada detalle de los admirados visitantes. Admira su devoción tosca y sencilla ante un niño que duerme sobre pajas.
Y todo ello lo evalúa, guardándolo en su interior. Va tejiendo los sucesos presentes con los recuerdos lejanos.
Ella que, según la tradición, había crecido cerca del templo, sabía como todas las israelitas, que la mayor gloria de una mujer sería dar a luz al Salvador.
Y esa gloria y ese alumbramiento se estaban realizando allí, a la sombra de la noche. Bajo un silencio arrebujado en canciones del cielo. No lo comprendía todo. Pero sí confiaba plenamente en el Señor.
Entre sus recuerdos más claros y brillantes estaba su diálogo con un ángel, allá en su aldea. Cuando él le propuso, de parte de Dios, una maternidad incomprensible, que sólo podría realizarse bajo el poder del Altísimo. La visita a su prima Isabel…
Corrieron los días y sobre su corazón maternal se amontonaron otros muchos recuerdos: La profecía de Simeón. Una espada que atravesará su corazón, frente a la promesa de ser llamada dichosa por todas las generaciones de la historia.
El camino de Egipto, colmado de cansancios e incertidumbres.
Los largos años de Nazaret en la monotonía de un villorrio, donde golpea la carpintería de José y donde crece el Niño, tan sumiso para ser el Mesías, tan independiente, cómo en la visita a Jerusalén, para ser hijo suyo.
Pero aún caben más recuerdos en el corazón de Nuestra Señora.
Allí se guarda ella nuestras plegarias infantiles, los deseos de ser buenos que profesamos junto a su imagen que velaba nuestro sueño, hace ya tiempos.
Y también reposan allí el año que ayer murió y la aventura de éste que hoy comienza. El cual deseamos, por su bondad, muy próspero y feliz.
Durante el Concilio Vaticano II, los obispos dejaron de lado, sin despreciarlas, es verdad, todas las advocaciones de Nuestra Señora.
Todas la formas de devoción que animaban en sus diócesis la piedad mariana. Pero resaltaron a la Virgen María como Madre de Dios y Madre de la Iglesia. Madre verdadera de todas las parroquias y las familias. De todos los creyentes.
Al iniciar este año volvamos a encontrarnos con ella, cara a cara. Así lo hicieron los pastores de Belén aquella noche. Para sentirla Madre y protectora, para refugiar en su seno nuestras preocupaciones.
Todo ello, mientras revisamos la agenda del año que se inicia, frente al que ya terminó, dejándonos quizás muchos vacíos en el alma.
Que la Virgen María, mujer experta en remembranzas, nos llame la atención todos los días y así nunca olvidemos la oración, la participación en los sacramentos, el servicio generoso a los pobres. Para que este año podamos ser mejores hijos suyos, mejores cristianos.
2. Empieza un año nuevo
«Los pastores se volvieron, dando gloria y alabanzas a Dios por lo que habían visto y oído». San Lucas, cap. 2.
En esta fecha, advertimos que la tierra comienza a dibujar un nuevo círculo alrededor del sol. Año se deriva de «Annulus», que significa anillo. Empieza un año nuevo y aun sin quererlo, todos nos damos al ejercicio de la esperanza: «Este año sí. Ahora sí voy a lograrlo. Mi vida tiene que cambiar». Como los niños que detrás de sus cometas , lanzan sus ilusiones al viento.
Eso significa esperar. Imaginar que todo puede ser mejor. Creer que mañana muchas cosas pueden ser positivas. De la mano de Dios aferrémonos de todo corazón a la esperanza.
Y como aquellos pastores que regresaron del portal de Belén, contémosle a la gente lo que hemos visto y oído: Un Dios hecho Niño, porque quiso acampar entre nosotros. Que nos da fuerza y luz para mejorar este mundo. Unidos a ese Niño que nos salva, somos en cierto modo omnipotentes.
Según cuenta el libro de los Números, los sacerdotes judíos acostumbraban terminar la liturgia del Año Nuevo, con estas palabras: «El Señor te bendiga y te guarde, el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz». Una admirable fórmula de bendición. Era como ratificar los grandes signos y prodigios que Yahvé había realizado con su pueblo durante muchos siglos.
Si alguien sabe bendecir, bien decir, desear cosas buenas, es la madre. Por eso, el Papa Pablo VI quiso que el primer día del año, recordáremos a María, Madre de la Iglesia.
Recojamos esas palabras del Antiguo Testamento y pidámosle esta bendición a Nuestra Señora.
En nuestras familias hubo quizás algún título con el cual se la nombraba en los momento difíciles: la Inmaculada, la Virgen del Carmen, Nuestra Señora de las Mercedes, María Auxiliadora, la Milagrosa, Perpetuo Socorro…
Por ella el Señor nos guarde todo mal, del cansancio en la fe, de la ambición y la mentira, de todo rencor, del egoísmo y la soledad.
Por ella, el Señor nos muestre su rostro. Ese rostro invisible que tomó cuerpo con la carne y la sangre de María. En su rostro de Madre adivinamos la amable compasión de su Hijo, su cariño que mezcla la seguridad con la ternura. Por ella el Señor nos conceda la paz. Aquella que inauguró Cristo en Belén rodeado de ovejas y pastores.
Con el final de un año se cierra el círculo, pero vuelve a comenzar otro nuevo, como sucede en la espiral.
Ojalá no regresemos al viejo sitio de partida, donde permanece anclada nuestra pequeñez.
Ojalá alcancemos un punto superior, más elevado, más luminoso, más lleno de esperanza.
Se inicia hoy para los creyentes un nuevo año de gracia.
El papa Juan XXIII tuvo la ocurrencia de presentar sus documentos oficiales, ya no solamente a los hijos de la Iglesia, sino a «todos los hombres de buena voluntad». Pudiéramos decir que fue un gesto muy de Navidad.
Aquella noche en Belén, los ángeles no discriminaron con su canto a los buenos de los malos, a los judíos de los gentiles. Esa paz anunciada por los mensajeros del cielo debía arropar a todos los mortales.
Que este año se inicie iluminando a todos los hijos de Dios. Para que todos reconozcan su dignidad y vivan siempre en alegría y esperanza.
3. Los hijos de la Alianza
«Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al Niño y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el Ángel antes de su concepción». San Lucas, cap. 2.
Solamente san Lucas se refiere de paso a la circuncisión del Niño Dios. Los otros evangelistas no la mencionan para nada. La ceremonia se hacía en casa del recién nacido o también en la sinagoga, en presencia de diez testigos. En el recinto habría tres sillas, dos para los padres de la criatura y una tercera, siempre vacía, para el profeta Elías, presidente simbólico del rito.
La pequeña cirugía era tarea del padre, pero ya en los tiempos de Cristo se encomendaba a un cirujano, el mohel, quien tenía práctica en el asunto. En un momento, cortaba con un cuchillo de sílex la carne del bebé, y estancaba la sangre con una venda empapada en vino, aceite y cominos.
Enseguida todos los presentes entonaban un canto de bendición. Y luego aquella alegría familiar se convertía en banquete, de acuerdo al nivel económico de la familia.
Así se inscribía a cada niño hebreo como hijo de la Alianza, heredero de las promesas hechas por Dios a Abraham.
Cada varón israelita se gloriaba de tener en su cuerpo una marca física de Dios. En consecuencia llamar a alguien incircunciso era el más hiriente de los insultos.
Pero esta ceremonia no fue original de los judíos. La aprendieron de los madianitas, dándole un sentido religioso. Sin embargo durante mucho tiempo se realizó como un rito mágico que aseguraba sin más, la salvación. Con razón Jeremías exhortaba al sus oyentes a mantener circunciso el corazón, para ser de verdad pueblo elegido.
«Nuestro Dios es un judío», afirma León Blois. Y Rabí Klausner añade: «Jesús era un judío y siguió siéndolo hasta el último suspiro».
San Pablo también escribirá a los gálatas: «Envió Dios a su hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley». Es decir, Jesucristo se hizo hombre dentro de un pueblo, una cultura, un determinado marco de fe, para salvarnos a todos.
Dios había escogido ese pueblo para realizar en él un laboratorio religioso, con miras a la encarnación de su Hijo. No entendemos las razones para tal elección. No fueron el nivel cultural de los judíos, su estatus económico, su poderío militar.
Si algún motivo descubrimos, pudo ser que Palestina era entonces obligado cruce de caminos para los pueblos antiguos.
Nuestro bautismo no puede equiparase del todo a la circuncisión, que hoy continúan practicando los judíos devotos. Sin embargo, cuando fuimos bautizados entramos a formar parte del nuevo pueblo de Dios. A participar de una nueva alianza. Y bien sabemos que ella es un pacto entre el Señor y la nueva humanidad, por medio de Jesús. En adelante ya no somos siervos, sino hijos.
No viviremos entonces dentro de un esquema moralista y jurídico, sino en la gozosa certeza de un Dios enamorado de cada uno de nosotros.
Una noche, allá en Jerusalén, un profeta joven que comenzaba a reunir discípulos, le explicaba a un rabino judío: «Tanto amó Dios al mundo, que ha enviado a su Hijo, no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él».
Era la proclamación de una alianza que nos cobija a todos los cristianos. De un nuevo programa que Dios se había inventado en favor nuestro.
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Epifanía del Señor
1. El cuarto Rey Mago
«Entonces unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido». San Mateo, cap. 2.
En el cementerio romano de Santa Domitila, un inscripción afirma que los Reyes Magos eran cuatro. Y una leyenda añade que el último de ellos no llegó hasta Belén. Habiendo encontrado en el camino a un leproso, se detuvo a socorrerlo. Y así perdió la pista de sus tres compañeros quienes, para esquivar la malicia de Herodes, regresaron por distinto camino hasta sus tierras.
Pero este peregrino, a quien la leyenda bautiza Taor, no desmayó en su empeño de encontrar al Rey de los judíos. Siguió adelante con sus criados y sus camellos, aunque nadie le daba razón de aquel Niño misterioso cuya aparición había anunciado una estrella.
Al paso de su caravana se agolpaban los pobres, los atribulados, los enfermos. Y él trataba de ayudarlos a todos. Cuando en la noche se dormía a la sombra de árbol, seguía viendo el mismo astro luminoso que le llamó a venir desde la India. Y una voz le llamaba a proseguir su marcha.
Después de muchos años de peregrinar sin rumbo fijo, encontró en las afueras de Jerusalén una muchedumbre, asombrada a la escucha de un famoso rabino. «Entonces, les decía el profeta, dirá el Rey a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber…».
Taor se despojó de su manto real, para no llamar la atención, deslizándose entre la turba, a la derecha del Maestro. Atrás quedaban sus camellos y su séquito. Advirtió entonces que Jesús lo miraba y él, a su vez, lo reconocía como el Hijo de Dios.
La fiesta de los Santos Reyes no es sólo un bonito recuerdo. O una historia embellecida por la pluma del evangelista. Estos sabios de Oriente nos enseñan que la salvación de Cristo es patrimonio de la toda la humanidad. No sólo el derecho de unos pocos. Nos invitan además a una búsqueda continuada de Dios.
Se dice que los magos eran ricos y sabios. Que practicaban una religión relacionada con los astros. Que algo sabían de Mesías por los judíos que habitaban en Mesopotamia. Y que por ellos Dios comenzó a revelarse a todos los pueblos de la tierra.
Hemos tardado mucho en comprometernos con el anuncio universal del Evangelio. «Las multitudes tienen derecho a conocer la riqueza del misterio de Cristo, dentro del cual toda la humanidad puede encontrar cuanto busca a tientas acerca de Dios, del hombre y de su destino». Una cita del Paulo VI, traída por Juan Pablo II en su Carta Misionera.
Algunos descubren al Señor a la vuelta de la esquina, porque mantienen limpia su mirada. Otros necesitamos largos viajes, a veces llenos de peligros, para encontrarnos con Dios. Otros parece que nunca lo descubren a pesar de su afán, de su desasosiego.
Pero mientras tanto, ejercitemos el amor. Como aquel cuarto mago. Al Señor se le encuentra siempre entre los pobres y los necesitados ¿Qué importa que no que no le veamos todavía cara a cara? Si ejercitamos a diario la caridad, seguramente llegaremos a tiempo, cuando el Señor reparta sus recompensas.
2. Un problema de óptica
«Unos magos se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el Rey de los judíos? Porque hemos visto su estrella». San Mateo, cap. 2.
Los reyes de oriente descifraron en la luz de una estrella el nacimiento de Jesús. Vinieron entonces hasta Jerusalén y preguntaron por el Niño, el Rey de los judíos. Otros sabios quizás advirtieron el mismo resplandor en el cielo, que nada les dijo. Así acontece en la vida diaria.
Cuando se tiene fe, todas las cosas nos orientan hacia Dios y nos entregan su mensaje. Cuando no, permanece mudo el universo donde nos agitamos.
Esto de ser cristiano es, en cierto sentido, un problema de óptica.
Consiste en una forma de mirar, de indagar y de encontrar a Dios en sus signos.
«De pronto, la estrella que habían visto salir, comenzó a guiarlos, hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Ellos se llenaron de alegría inmensa».
Muchos sufrimos de miopía. Sólo vemos de cerca y no alcanzamos a distinguir los valores más elevados.
Buscamos con angustia el dinero y lo creemos una panacea. No sabemos ver los seres y las cosas, o los deformamos al contemplarlos.
Sólo vemos en la muerte la ausencia y el dolor, olvidando que es signo y víspera de resurrección. No captamos ese pasado mañana luminoso que los dolores nos anuncian.
Otros padecemos la presbicia del mirar cansado.
Nunca podemos ver sino a lo lejos. Y no gozamos de la alegría que nos circunda, del cariño de los nuestros, de ese milagro que es ser nosotros mismos. Vivimos añorando el pasado o nos refugiamos en el futuro, sin comprometernos con el mundo de hoy que nos aguarda y que nos necesita.
Es más cristiano vivir el presente, dentro de una dimensión de esperanza.
Para Dios todo es hoy: A cada día le basta su propio trabajo, nos dijo San Mateo.
Ser cristiano es buscar al Señor en cada cosa, en cada persona, en cada acontecimiento y encontrar en ellos los mensajes con que nos llama a su amor y a su alianza,
Ser cristiano es un problema de óptica. Se nos exige una manera de mirar para mantenernos en línea directa con Dios.
Cómo los magos, atentos a los signos de Dios, dispuestos a seguir su estrella.
3. Melchor, Gaspar y Baltasar
«Jesús nació en Belén de Judá. Entonces unos magos se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el Rey de los judíos?». San Mateo, cap. 2.
Los dibujos de las catacumbas jamás nos presentan a estos visitantes de Belén con insignias reales. Aún más: En el templo de San Vidal de Ravena, los encontramos vestidos de mercaderes. Y la tradición anglosajona los denomina, sin más, hombres sabios.
Quizás fue la Edad Media, tan propensa a fabricar leyendas, la que inventó la expresión de «Reyes Magos». Aunque el apelativo de magos más parece un gentilicio de una región de Persia. Sin embargo, otros autores señalan a estos peregrinos como practicantes de la magia en su tierra, o bien, como devotos de una antigua religión, heredada de Zoroastro, cuya divinidad se manifestaba en las estrellas.
La tradición más cercana a nosotros los bautizó Melchor, Gaspar y Baltasar, reduciendo su número a tres, aunque esto también es arbitrario.
Lo que sí es cierto es que eran hombres de buena voluntad. De aquellos que «ama el Señor», cantados por los ángeles, junto al portal, la noche de la primera Navidad.
La estampa de los Reyes Magos pertenece a los archivos de nuestra de infancia. El relato de San Mateo, vertido para algunos en Historia Sagrada, despertó nuestra fantasía de niños, por obra y gracia de una mamá catequista o de algún paciente maestro.
Así conocimos por primera vez los camellos, sentimos la soledad del desierto, aprendimos del valor del oro, el olor del incienso y el sabor de la mirra.
Melchor, Gaspar y Baltasar están entre los primeros evangelizadores de nuestra inocencia. Profesaban una fe abierta al mundo. De ahí que traspasen las barreras de su país y de su cultura, para venir a adorar al Rey de los judíos. No pretenden saberlo todo. No se creen propietarios exclusivos de la verdad. Comprenden que Dios puede revelarse más allá de su paisaje natal. Nos dan ejemplo de búsqueda. Comprenden el llamado de Dios y aceptan el riesgo.
De otra parte, Herodes existe hoy, multiplicado en las páginas de nuestra historia. Lo encontramos en todo aquel que no respeta la vida. En todo aquel que desconoce los valores del hombre.
Pero el Señor sigue hablando. Sus mensajes no sólo se escriben en el cielo, como la luz de una estrella. Brillan también sobre la casa de los pobres, igual que sobre la morada de María y José en Belén. Los escuchamos en la noche, al revisar nuestra conciencia.
A los Magos, Dios les aconseja volver a su tierra por otro camino y ellos saben obedecer.
Finalmente esta visita de los viajeros de oriente nos muestra que Cristo es patrimonio de todos los hombres. A quienes ya conocemos a Jesús nos toca entonces compartir su persona y su mensaje con quienes viven a oscuras. Con muchos, cuya pobreza le impide buscar un camino para encontrar a Dios hecho hombre para salvarnos.
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Bautismo del Señor
1. Cien gramos de locura
«En aquel tiempo proclamaba Juan: Yo os he bautizado con agua, pero el que viene detrás de mi os bautizará con Espíritu Santo». San Marcos, cap.1.
¿Quieren ustedes que este niño sea bautizado en la fe de la Iglesia?.- Sí, responden los padres y padrinos, aunque con escaso entusiasmo. - Luego el sacerdote baña la cabeza del infante, mientras pronuncia las palabras sacramentales: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Entonces la Iglesia recibe a un nuevo hijo, de que ha de copiar en su vida el Evangelio.
Pero a muchos lo anterior nos parece el comienzo de una novela religiosa. Es algo que no nos resuena en lo interior. Un día nos bautizaron, pero ni siquiera recordamos la fecha. Y luego nos fuimos por el mundo con un registro bautismal en nuestro haber, pero con un alma y una vida de paganos. Estremece pensar que aún en los países con mayor porcentaje de bautizados, es bajísimo el número de cristianos auténticos.
San Marcos, con su estilo cortado, nos cuenta el Bautismo de Jesús en el río Jordán. Tiempos difíciles corren cuando aparece el Precursor. El imperio, apoyado por la dinastía de Herodes, oprimía con crueldad al pueblo.
Entonces, en la ribera oriental el Jordán, junto al remanso a donde confluían varias rutas, empieza su predicación el Bautista. Anuncia a quienes vienen a escucharlo que el Mesías está próximo. El que bautizaría con fuego, es decir con la fuerza viva de Dios.
Cuando llegara el Salvador, de poco serviría ser hijo de Abraham, si la propia vida no es justa frente a los preceptos del Señor. Penitencia interior y caridad con todos, era el resumen de la predicación de Juan. Y cuando algunos aceptaban su palabra y deseaban enmendarse, el Precursor los bautizaba en el río.
Este rito de purificación no equivalía a nuestro actual Sacramento de la Reconciliación. Igual cosa se hacía con los paganos que abrazaban el judaísmo. También con los neófitos, en el austero grupo de los esenios.
A ese lugar, donde predicaba Juan, acudió también Jesús para ser bautizado. Y cuando salía del agua se oyó una voz de lo alto, mientras una paloma descendió sobre él. Así se manifestaba la presencia de Dios sobre aquel joven profeta.
Jesús no empezaba entonces un proceso de conversión, pero sí un camino nuevo: El anuncio del Reino de Dios a todos los hombres.
El Bautismo es la puerta por la cual entramos a un nuevo modo de vivir. Entonces clarificamos que Dios existe para nosotros. Que es bueno y todopoderoso. Que nos ama y ha enviado a su Hijo para salvarnos. Así alcanzamos una dimensión superior que ennoblece y califica todo lo nuestro.
A algunos, la familia les enseñó a vivir como cristianos. A otros el hogar nada les dijo de su vocación a la fe. Pero aún es tiempo de hacer realidad nuestro bautismo. Volver a Dios no es una obligación que nos tortura. Es una posibilidad que nos salva.
A un pensador creyente le pregunta una periodista: «¿Qué ha significado para ti el Bautismo?» Y él, con un guiño de amable picardía, le responde: «¿Huy, cien gramos de locura». Porque la fe, cuando la practicamos de verdad, nos hace vivir fuera de lo común. Lo mismo que el amor, la locura de un amor, cuando es auténtico.
2. Nuestra genealogía
«En aquel tiempo proclamaba Juan: Yo os he bautizado con agua, pero El os bautizará con Espíritu Santo. Por entonces llegó Jesús a que Juan le bautizara». San Marcos, cap. 1.
La liturgia cristiana integra un conjunto de elementos y de signos que explican y realizan la presencia del Señor entre nosotros. El agua del Bautismo simboliza la vida y, a la vez, nos hace nacer a una visión nueva: La de Dios.
La liturgia cristiana integra un conjunto de elementos y de signos que explican y realizan la presencia del Señor entre nosotros.
El agua del Bautismo simboliza la vida y, a la vez, nos hace nacer a una visión nueva: La de Dios.
El aceite significa fortaleza y conforta nuestra vida de fe.
Por medio de la liturgia confesamos que Dios vive en nosotros y celebramos con alegría su alianza.
En las aguas del Jordán tuvo lugar un día el bautismo de Jesús: Una liturgia muy simple. Nos la cuenta San Marcos: «Llegó Jesús desde Nazaret, a que Juan lo bautizara. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y el Espíritu bajar hacia El como una paloma. Se oyó una voz: Tu eres mi hijo amado».
La liturgia bautismal es un poco más compleja. Quiere motivar nuestros sentidos y acercar nuestra mente al misterio: Preguntas a los padres y padrinos. Señal de la cruz sobre la frente del niño.
Pero lo más importante y esencial es el agua que se derrama sobre la cabeza del niño. Un poco de agua que hubiera servido para preparar un alimento, para calmar la sed, para lavarnos las manos, para regar la planta que florece en la ventana.
Pero detrás de esa agua, de ese gesto, se esconde la acción todopoderosa del Señor. De ahí en adelante, ese niño que ha sido registrado ante la ley cómo hijo nuestro, empieza a comprender que es hijo de Dios, con todos los derechos y deberes que esto significa.
Y esto no es una leyenda medieval, cómo la de aquel rey que trajo a su palacio a un niño encontrado en el bosque. Es algo real, garantizado por la palabra de Jesús.
Por esto envía a sus apóstoles por todo el mundo: «Anunciad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».
El día en que fuimos bautizados ocurrió este acontecimiento maravilloso. Y aunque a veces lo olvidemos, permanece cómo un tesoro escondido. Podemos en cualquier momento descubrir sus consecuencias.
Sentiremos que la ternura de Dios despierta nuestra ternura, que su alegría paternal contagia nuestro gozo, que su bondad nos alienta. Que al estudiar nuestra genealogía llegamos hasta El.
3. Hombres de Cristo
«Entonces llegó Jesús de Galilea para que Juan lo bautizara. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma». San Marcos, cap. 1.
Hasta hace algunos años se acostumbraba bautizar a los niños con nombres del calendario cristiano. Allí se consignaba una larga lista probablemente extractada del Martirologio, libro oficial de la Iglesia que reúne a todos los santos canonizados.
Esto explica por qué nuestros abuelos llevaron nombre extraños pero cargados de piedad. Los cristianos viejos comprendían que el bautismo nos consagraba a Cristo, y unía nuestras personas con aquellos que nos precedieron en la fe.
San Marcos, presenta a Jesús en público el día de su bautismo en el Jordán. Entonces se abrió el cielo y el Espíritu bajó sobre el Señor en forma de paloma. Se oyó una voz también: «Tú eres mi Hijo amado».
Este hecho quizás no tuvo resonancia entre el grupo inicial de los discípulos, pero las primeras comunidades lo comprendieron con mayor profundidad.
El rito del agua lo habían usado, tanto el pueblo judío como sus vecinos, en las ceremonias de iniciación religiosa.
Quien era sumergido en el agua, salía de allí como creatura nueva, comprometido a una conducta distinta.
Cuando Jesús se acerca al Precursor para hacerse bautizar, contagia de forma simbólica, todo su ser de Dios Hombre al agua que mojará en tiempos venideros la cabeza de sus discípulos.
Apenas conformada la Iglesia, los apóstoles repiten este gesto del bautismo para todo los que habiendo escuchado de Jesús de Nazaret, lo aceptan como Hijo de Dios y salvador.
A quienes de niños nos dieron el Bautismo parece que poco nos importa tal acontecimiento. Casi nadie recuerda en qué fecha tuvo lugar. Ese día empezamos a ser oficialmente hijos de Dios. Lo éramos ya por creación, pero cuando la comunidad Iglesia nos acogió, declaramos por boca de los padrinos que nos interesaba la fe cristiana y que según ella íbamos a enrutar nuestra vida.
En la primitiva Iglesia, como hoy en muchos lugares de misión sólo se acepta a adultos para este sacramento. Y luego de una preparación de varios años. La práctica del bautismo para los niños nació en tiempos de creciente mortalidad infantil y a causa de una teología no muy exacta, que vetaba el ingreso al cielo a los no bautizados.
En un comienzo además, el sacramento de la Confirmación no se tenía como algo distinto del Bautismo. Hoy lo celebramos cuando los jóvenes poseen una relativa madurez. Entonces, ante el obispo, el padre de la fe en cada comunidad, ellos confirman su compromiso cristiano. Expresan públicamente que conocen a Jesucristo y desean vivir de acuerdo a su enseñanza.
El mundo actual, tan acelerado y complejo, dista mucho de aquellos ámbitos donde nuestros abuelos vivieron su fe. Hoy somos apenas sobrevivientes en estas selvas de cemento y de contaminación, agobiados de preocupaciones y peligros. Pero también en estos espacios es posible vivir el Evangelio. El hombre urbano de hoy sabe descubrir con entusiasmo a Jesús de Nazaret como único modelo de vida.
Bastaría recordar qué es un cristiano. Lo señaló el Padre Astete hace ya cinco siglos: «Hombre que recibió la fe de Cristo y está consagrado a su santo servicio».