Domingo de Pascua
1. Cuando la historia comenzó nuevamente
«Llegó también Simón Pedro y entró al sepulcro. Vio las vendas en el suelo y el sudario enrollado aparte. Entró también el otro discípulo. Vio y creyó». —San Juan, cap. 20.
En aquel tiempo, la Guerra de las Galaxias ya no era un peligro futuro que hacía estremecer a los poderosos. Era un capítulo casi olvidado de una historia no escrita todavía.
Hacía miles de años una poderosa bomba de cobalto había exterminado todos los habitantes del planeta. Murieron también los animales y la mayor parte de las plantas. La tierra, escuálida y reseca, seguía girando alrededor del sol como una flor marchita sobre el ventanal del firmamento.
Pero de pronto, en lo más alto de una montaña, de un estrecho pozo donde la contaminación atómica no había sido tan alta, saltó un pequeño pez que se detuvo entre los juncos de la orilla. Sobre sus escamas se reflejaba tímidamente el sol. Había comenzado nuevamente la historia.
Los primeros cristianos acostumbraron dibujar sobre los muros de las catacumbas la figura de un pez. Era una forma clandestina de recordar al Maestro. La palabra griega equivalente a pescado se forma con las iniciales de esta frase: «Jesús Cristo, Hijo de Dios, Salvador».
Para nosotros, con la resurrección de Cristo, el mundo salta hacia una nueva historia. Pasamos entonces de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, del cataclismo a la esperanza.
Los relatos que sobre Jesús resucitado traen los evangelios describen la experiencia que los discípulos tuvieron del Señor, después de tres días de angustia. Lo sintieron en lo interior del alma y su imagen les golpeó los ojos: sí, era el mismo. Sí había vencido la muerte. Sí era entonces Dios. Era verdad todo lo que les había enseñado.
Cada uno de aquellos testigos cuenta de distinta manera su experiencia. Las mujeres comentan su alegría y no acaban. Pedro y Juan acuden de mañana al sepulcro. Los demás apóstoles se juntan en el cenáculo. La multitud se reúne luego en Galilea. La historia ha comenzado nuevamente.
Creer significa empezar una vida totalmente distinta. Todo cambia de signo. La muerte y la vida se anudan en un abrazo. Se apagan la fuerzas del mal. Adquirimos motivos invencibles para amar y esperar.
Alguno ha escrito que las noticias son la piel de la historia. En esta nueva vida que inaugura el Resucitado abundan los hechos increíbles, que solamente la fe en Jesús puede explicar: una madre perdona al asesino de su hijo. Una pareja enfrentada vuelve a reconciliarse. Aquella pordiosera con dos niños acoge en su tugurio a una indigente. Un enfermo de sida acepta su enfermedad y muere en paz. Ese ejecutivo declina una jugosa oferta por salvar su conciencia. Un niño minusválido, al cariño de una religiosa enfermera, aprende a sonreír.
Muchos otros tomamos la Biblia entre las manos y le entregamos a Cristo un pasado quizás repleto de tragedias, este doloroso presente y nuestro incógnito futuro, rogándole que lo ilumine todo con la luz de su Pascua.
Camus, el novelista francés, escribió: «No hay que avergonzarse de ser dichosos». Y los discípulos de Cristo lo somos. Aunque con una felicidad furtiva, opacada por muchos nubarrones, pero cimentada firmemente en la esperanza.
2. Mañana
«Llegó también Simón Pedro y entró al sepulcro. Entró también el otro discípulo, vieron y creyeron. En verdad había resucitado de entre los muertos». —San Lucas, cap. 20.
Nuestro idioma castellano designa con una misma palabra el porvenir y el comienzo del día: mañana. Una palabra llena de promesas. El solo artículo la transforma en la mañana, clara y transparente, o en el mañana, futuro abierto y tarea. Pero debajo de esta coincidencia lingüística descubrimos una profunda verdad evangélica. Para el cristiano, alguien que vive de la esperanza, el mañana no es otra cosa que una mañana, iluminada por la resurrección de Cristo.
Todo esto empezó aquel primer día de la semana hebrea, muy temprano, junto al sepulcro vacío, donde habían guardado el cuerpo del Maestro.
Las sábanas estaban dobladas a un lado y aparte el sudario. La piedra removida y dos jóvenes vestidos de blanco daban la buena noticia a quienes acudían al huerto: «No está aquí. Ha resucitado».
Pero esta historia no es sólo tema para un piadoso autor o motivo para un pintor devoto. Es el acontecimiento más trascendental para muchos millones de cristianos.
Cristo resucitó. Cristo vive para siempre.
Desde entonces, toda la incertidumbre que ensombrece nuestro mañana se cambia en amanecer.
Vemos por eso inundarse de alegría los ojos de los agonizantes. Renace la paz sobre el corazón aporreado por los desengaños. Surge la esperanza en los vencidos por el fracaso. Se aviva la oración en los labios de alguien que no creía en Dios. Se afianza la capacidad de renuncia de los generosos. Se afirma la certeza en los verdaderos valores.
Muchos cambian de vida porque la resurrección de Jesús orienta definitivamente su existencia.
Hoy es Pascua. Hoy los creyentes nos asomamos con ilusión a esta ventana amplia y transparente. Sentimos que se aclaran tantos enigmas que destrozan la vida.
Comprobamos que existen indiscutibles motivos para seguir luchando. Como a Pedro, a Juan, a Magdalena, a Tomás, a los desconcertados viajeros de Emaús, también el Señor, en distintas circunstancias, se hace visible a nuestros ojos.
Quizás nuestra fe no sea tan fuerte ni tan lúcida como la de aquellos. Pero nos basta para recibir la visita del Señor.
Con Él, nuestro incierto mañana se transforma en mañana de resurrección, como inicio y arranque de una nueva historia.
3. ¿Dónde lo han puesto?
«María Magdalena fue al sepulcro al amanecer y vio la losa quitada. Corrió donde estaba Simón Pedro y le dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos donde le han puesto». San Juan, cap.20.
Muere la luz, los pájaros no regresan al nido, cae el árbol vencido por el tiempo, se deshacen las rocas, huyen los sueños, desaparecen los apellidos, se agotan las fortunas, el barco se destroza contra el acantilado, se acaba el manantial, se extingue la esperanza. ¿Y el hombre?
La muerte nos roba todo lo que hemos acumulado durante muchos años, nos arrebata la experiencia, borra el buen nombre, marchita el arte, amenaza toda alegría, separa a los hermanos, dispersa a los amigos. En cambio nos devuelve un cadáver, un poco de huesos, un puñado de polvo, un epitafio, una leyenda borrosa, nada…
Vivimos bajo el signo de la angustia. Porque «todavía no hemos entendido las escrituras que El había de resucitar de entre los muertos». Amamos a Cristo, es verdad, pero como María Magdalena no atinamos a saber dónde le han puesto.
Sin embargo, el Señor desea encontrarse con nosotros para sanar nuestra desesperanza. A Magdalena le busca nuevamente en el sepulcro. Se le aparece en figura de hortelano. A Pedro se le presenta como el amigo de siempre, sin recordar sus negaciones. Para los viajeros de Emaús es un compañero de camino.
Esa tarde, reunidos en el cenáculo, los apóstoles, excepto Tomás, pueden verlo y contemplar sus cicatrices.
Todo esto sucedió aquel domingo, «el primer día de la semana», el primer día de un mundo nuevo, de una historia renovada ¿Y nosotros?
«Venid a ver» nos dirán los ángeles que custodian la tumba, después que los guardas han huido. Antes estaba en el sepulcro, ahora le hallamos glorioso en los cielos y vivo en su Iglesia.
Se adivinaba su presencia en la fortaleza de los primeros mártires. Hoy lo descubrimos en la abnegación de una obrera y en la paciencia de un moribundo. Habitó en las catedrales románicas y góticas, hoy también acompaña la sencilla comunidad cristiana bajo un techo pajizo. Hablaron de El los padres de la Iglesia, los teólogos medioevales, los pensadores, los novelistas. Hoy los traduce la fe de una madre de familia. Lo muestra la esperanza sobre el corazón de un joven que regresa después de insufrible travesía.
Cristo vive y nos transforma. Viaja en la historia, adherido como la luz al calor, como la velocidad al movimiento. Lo hallamos en la doctrina de los concilios, en el cómputo de nuestros almanaques, en el taller de los orfebres, en la osadía de los misioneros.
Lo hallamos en el amanecer de este domingo, que ilumina los sepulcros de nuestros seres queridos y le da otro resplandor, otra figura, otro poder, otra proporción a nuestra propia muerte.
Algunos aún no lo hemos empezado a buscar «donde le han puesto». Otros ya lo encontraron. Pero todos sentimos que el universo es distinto de hoy en adelante, porque El ha resucitado verdaderamente de entre los muertos.
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Segundo domingo
1. Mi personaje inolvidable
«Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo no estaba con los discípulos cuando vino Jesús. Y decía: Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto la mano en el costado, no lo creo». San Juan, cap. 20.
Hace unas décadas, la revista Selecciones traía en cada edición un artículo titulado: Mi personaje inolvidable. Los colaboradores señalaban allí quien les había marcado la vida con huellas imborrables. Para muchos cristianos ese personaje es Tomás.
Cuando muere Jesús, el apóstol quiere vivir su oscuridad en solitario. Le repugna estar con los discípulos, encerrados en el cenáculo por miedo a los judíos. Había vivido su amistad con el Señor al descampado, bajo el amplio paisaje galileo.
Entonces se separa del grupo y saborea sin testigos su amargura ante el fracaso del Maestro. Planea en silencio rehacer su vida, luego haber seguido a un profeta que los ha defraudado. Quizás es el primero que califica el anuncio de las que vieron al Resucitado, como habladurías de mujeres. Y cuando sus compañeros le insisten: «Hemos visto al Señor», el responde con dureza: «Si no veo…si no toco…no creeré». Sin embargo, ocho días después, acude al cenáculo.
Con razón a Tomás le decían el Mellizo. Muchos de nosotros lo somos con él, pues nuestra historia coincide con la suya.
Luis Evely ha escrito: «Tomás es el auténtico hombre moderno. Alguien que vive sin ilusiones. Un pesimista audaz que quiere enfrentarse con el mal, pero que no se atreve a creer en el bien. Para él lo peor es siempre lo más seguro».
Todo esto nos recuerda que liturgia del Sábado Santo les lanza a nuestros pecados un piropo: «Oh feliz culpa que nos ha merecido tal y tan grande salvador». La incredulidad de Tomás le gana un admirable gesto de Jesús. El Señor se aparece únicamente para él: «Estaban los discípulos en el cenáculo. Llega Jesús y le dice a Tomás. Trae aquí tu dedo. Trae aquí tu mano y no seas incrédulo sino fiel».
Comprendemos también que el apóstol tenía el encargo de confirmarnos en la fe, a muchos «Tomases» de todos los tiempos. A quienes rechazamos una iglesia encerrada y temerosa. A cuantos deseamos conservar nuestra identidad, aún en el campo de la fe. A los que de pronto nos hemos sentido defraudados por nuestros líderes religiosos.
Si embargo, Tomás tenía madera de cristiano. Era realista, sincero y sabía dejarse convencer en el momento oportuno. Por eso cuando Jesús lo invita a comprobar físicamente su resurrección, el apóstol no puede menos que exclamar: «Señor mío y Dios mío».
El Maestro responde añadiendo una novena bienaventuranza a aquellas que había pronunciado en el monte: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto».
San Pedro, cuando escribe al comienzo de su primera carta, tal vez se refería a este pasaje: «Vosotros no habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis y creéis en el ; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe, vuestra salvación».
Tomás, este personaje inolvidable, nos puede ayudar a encontrar al Señor, a pesar de nosotros mismos. A pesar de los traspiés en el camino.
2. Ocho días después
«A los ocho días estaban reunidos los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús y dijo a Tomás: Trae tu dedo, trae tu mano y métela en mi costado». San Juan, cap. 20.
Ha sido siempre más fácil, afirma Edward Schwaiser, quedarnos con un Cristo crucificado, que comprometernos con un Señor que resucita de entre los muertos. Es además mucho más cómodo.
Un Jesús que cura leprosos, multiplica los panes, cuenta hermosas parábolas sobre ovejas, redes y semillas. Que explica en términos elementales su elevada doctrina y muere en la cruz. Un Jesús que realiza un admirable esquema de generosidad y heroísmo, pero un Cristo muerto, no ofrece ningún peligro.
Admitir que el Señor ha triunfado de la muerte. Que tiene en sus manos los hilos de la historia. Que está cerca de nosotros y espera una respuesta personal. Que ha fundado una comunidad de creyentes: Todo esto es complejo e incómodo. Interrumpe el cauce sereno de nuestros egoísmos. Nos complica la vida, desvela nuestra somnolencia.
Preferimos entonces quedarnos con un Cristo que termina el Viernes Santo por la tarde. A quien hemos compadecido y quizás acompañado piadosamente hasta el sepulcro.
Cuando nos dicen que ha resucitado. Cuando nuestros hermanos afirman que lo han visto, respondemos cómo Tomás: Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.
El Señor aguarda que Tomás se reúna con los otros discípulos, ocho días después.
La entrevista se orienta a trasladar al apóstol desde la fe en un crucificado, a la adhesión confiada en un Cristo triunfador de la muerte, que tiene en cuenta los problemas concretos de la primera comunidad. Cristo invita a Tomás a comprobar personalmente su resurrección. Le refuta su argumento invitándolo a ver, a palpar y a creer: «Trae aquí tu dedo y no seas incrédulo sino fiel».
Suponemos el sonrojo del Apóstol. Pero a la vez adivinamos su inmensa alegría que le hace exclamar: «¡Señor mío y Dios mío!».
No podemos seguir adorando a un Cristo muerto. Al protagonista de una novela religiosa. Al impulsor de cierta piadosa tradición. A alguien que dividió la historia en dos, pero luego se ha refugiado en la leyenda.
San Juan nos presenta a un Cristo vivo, cercano a sus amigos. Que come con ellos. Les entrega el poder de perdonar pecados, y los envía a mejorar el mundo.
Si esta Pascua ha logrado cambiarnos. Si nos ha comprometido con un Cristo vivo, podremos entonces exclamar cómo Tomás: Señor mío y Dios mío.
Las cosas sublimes se pueden encerrar en pocas palabras.
3. Gracias, Tomás
«Los otros discípulos decían a Tomás: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». San Juan, cap. 20.
Tomás, hermano nuestro: Tus dudas nos han beneficiado. Hubiera sido más hermoso creer de inmediato la noticia. Cerrar los ojos aimaginar que ya habías tocado las manos del Maestro y palpado sus cicatrices. Sí, más hermoso, pero menos humano.
Te comprendemos perfectamente. También a nosotros nos han defraudado muchas veces. En vez de amor nos entregaron un manojo de leyes. Cuando pedimos pan nos comprometieron con una ideología. Y al buscar ser nos respondieron con teorías sicológicas.
Hoy más que nunca es necesario ser precavidos. La línea que divide el bien del mal, lo verdadero de lo falso, se ha cambiado en un rasgo ambiguo y diluido que no ayuda al discernimiento. Hoy es difícil saber si estamos a favor de Dios, o en su contra, si pretendemos liberar al hombre o subyugarlo. No nos escandaliza tu reclamo. Imaginamos que hablabas sin ira, con voz serena y firme y anhelando con toda el alma abrazar al Maestro. Además tus dudas no iban contra Cristo. Se apoyaban en ese enorme parecido que tenía el Señor con los demás hombres de su tiempo.
Nos sentimos identificados contigo, apreciado Tomás. Aprendimos una fe que no preveía nuestra inmensa capacidad de pecado, ni tenía en cuenta las limitaciones de la Iglesia, ni tampoco las crisis que a todos nos golpean. Nos motivaron demasiado para mirar al cielo y por eso los problemas de la tierra nos amilanan y nos escandalizan.
Creer hoy tampoco es cosa fácil. Algunos proclaman que es mejor evitar toda réplica, esquivar toda pregunta y dedicarnos a asuntos ordinarios, como edificar un rascacielos, labrar la tierra, o negociar con valores de bolsa. Pero el corazón nos avisa que Jesús está cerca y que si acudimos al cenáculo, El nos llamará por nuestro nombre, nos invitará al abrazo y saldremos de allí transformados.
No cuenta el Evangelio si también los otros discípulos dudaron. Suponemos que sí. Es parte de nuestra índole humana. Pero tu historia es la más diciente, la más parecida a nuestras situaciones.
Muchas veces le hemos planteado a Dios la necesidad de su presencia visible. Nos cuesta tanto mantener encendido el fuego del hogar, ser fieles a nuestros compromisos, permanecer como hijos sinceros de la Iglesia.
Vemos también en tu lenguaje una forma de orar. Sobre el contexto de tu desafío se dibuja, sin embargo, un gran amor y una delicada esperanza. Las palabras más duras, cuando se las decimos a Dios con cariño, adquieren la vibración de una plegaria.
¡Gracias, Tomás, hermano nuestro!
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Tercer domingo
1. Emaús, ese lugar ignoto
«Dos discípulos de Jesús iban andando, el primer día de la semana, a una aldea llamada Emaús, comentando todo lo que había sucedido». San Lucas, cap. 24.
Guernica no es solamente un lugar en España. Ni tampoco el mural que realizó Picasso en 1937, luego del bombardeo de las tropas alemanas sobre la ciudad. Este nombre es un rechazo frontal a la guerra. Un llamado a repudiar la injusticia, con todo el corazón, con todas las fuerzas.
A Emaús le sucede igual cosa. No es meramente una aldea que distaba dos leguas de Jerusalén. Ni el lugar bíblico hacia donde el evangelista dirige aquellos caminantes. Emaús es el símbolo de la desesperanza de dos hombres, que el Señor remedia bondadosamente, al otro día de su resurrección.
San Marcos y san Lucas recuerdan el pasaje. El primero lo despacha en tres líneas. Mientras san Lucas aprovecha la ocasión para presentar una amplia catequesis, donde describe los sentimientos de sus personajes.
Señala que aquellos caminantes sabían muchas cosas del Maestro: «Un hombre poderoso en obras y palabras». Quizás lo habían acompañado largo tiempo. Pero ahora los agobia el desencanto: «Nosotros esperábamos que él fuera el liberador de Israel». Aguardaban otra clase de Mesías, otras ventajas personales. Otros signos.
El evangelista destaca el mesianismo de Jesús, lejos de las pretensiones políticas de los fariseos. Nos dice que aquel desconocido, «comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a El en toda la Escritura».
Muchos biblistas tratan de ubicar a Emaús sobre la geografía palestina. No vale la pena. Porque la aldea es más bien ese lugar ignoto, a donde huimos cuando las cosas salen mal. Cuando el futuro se oscurece. Cuando empezamos a echarles a los otros la culpa de nuestros fracasos.
Pero el Señor, que sabe de caminos, se hace el encontradizo con nosotros para abrirnos los ojos, encendernos el corazón y demostrarnos su presencia. Así lo hizo con aquellos viajeros. Se les unió en la ruta, les explicó muchas cosas y compartió con ellos el pan.
A estos discípulos les reprochamos no haberse quedado en Jerusalén, donde el Maestro iba a hacerse visible. Con frecuencia, a la primera dificultad, nos apartamos de la Iglesia, contra la enseñanza de san Ignacio: «En tiempo de desolación, nunca hacer mudanza».
Pero les alabamos el haber escuchado al viajero que los alcanzó en el camino. Es conveniente abrir los oídos y mucho más el corazón, a quienes pueden iluminar nuestras sombras.
Les reprochamos haber imaginado que la fe en Jesús era fácil y cómoda. Les alabamos el haber invitado al compañero a compartir con ellos en el mesón: «Quédate con nosotros porque atardece».
Los teólogos se preguntan en qué medida cuentan para la fe la iniciativa de Dios y la colaboración nuestra. Nunca podrá saberse. Porque el amor no se mide con cifras convencionales. Sólo sabemos que es más fuerte que la muerte.
Un poeta religioso describe aquel momento en que los caminantes reconocieron al Señor, mientras compartían el pan: «Vimos romper el alba sobre tu hermoso rostro y al sol abrirse paso por tu frente. Que el viento de la noche no apague el fuego vivo, que nos dejó tu paso en la mañana».
2. Por el camino de Emaús
«Los discípulos de Jesús iban a una aldea llamada Emaús. Mientras conversaban, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos». San Lucas, cap. 24.
Muchas canciones religiosas se han inspirado en este pasaje de Emaús. Algunas hacen énfasis en la incredulidad de aquellos caminantes. Otras destacan su regreso a la vida ordinaria, después de aquel encuentro con el profeta de Nazaret. O repiten el «Quédate con nosotros» de Cleofás y su amigo, cuando al compartir el pan, reconocieron al Señor.
La historia de Emaús resume los muchos estadios de la fe: El entusiasmo de los primeros días, el desconcierto posterior, la duda, la desconfianza, la sospecha, la deserción, la dicha de volver a encontrar a Jesús, la zozobra cuando le perdemos de vista, el desconsuelo, el ruego para que se quede con nosotros.
En la historia de los discípulos de Emaús, aparentemente el Señor no hizo caso a su petición de quedarse. Desapareció al instante.
Pero ya la vida de aquellos viajeros no era la misma. Se les habían abierto los ojos. Aprendieron a reconocer a Dios bajo apariencias ordinarias. Comprobaron que su corazón ardía mientras caminaban a su lado. Regresaron al seno del grupo o primera Iglesia.
¿Quién de nosotros no ha recorrido estos estadios? Emaús aparece cómo una huida. Queremos escapar de nuestros conflictos:
Hogar, trabajo, sociedad, Iglesia, encuentro con nosotros mismos.
Muchos son los que caminan a nuestro lado. Entre ellos es difícil reconocer al Señor.
De pronto distinguimos a alguien que explica el sentido de la vida. A veces con palabras, con gestos. A veces simplemente caminando en cercanía. Compartimos la vida, ponemos en común los intereses, hacemos nuestras las preocupaciones del otro y entonces aparece el Señor.
Surge allí ese «quédate con nosotros», no siempre consciente y explícito, pero siempre sincero.
Aquellos discípulos toman la iniciativa de regresar a Jerusalén, de donde habían salido abrumados por la desesperanza. Recuperan la unión fraterna, la luz del hogar compartido.
El cristiano de hoy regresa, retorna a Jerusalén y ayuda a otros caminantes para que también regresen. Cómo aquellos discípulos de Emaús, busca a «los Doce», la primera comunidad cristiana, la Iglesia. Allí los labios, antes amarrados, anuncian: Era verdad, ha resucitado. Porque el mismo Jesús que, se mostró a Simón se nos muestra a nosotros, pero sólo es posible reconocerlo cuando compartimos el pan.
3. Los reporteros de Emaús
«Dos discípulos de Jesús iban andando el primer día de la semana, a una aldea llamada Emaús, y comentaban lo sucedido entonces en Jerusalén». San Lucas, cap.24.
La narrativa de san Lucas es superior frente a los demás evangelios. Su redacción es más ágil, recoge detalles más pintorescos. Describe con mayor propiedad los lugares, las personas, los acontecimientos.
Lo comprobamos en el relato de aquellos discípulos que, luego de la fiesta de Pascua, regresaban a Emaús. Una aldea distante de Jerusalén unas dos leguas.
El evangelista resalta el ánimo quebrantado de aquellos caminantes: «Nosotros esperábamos que Jesús fuera el liberador de Israel».
Según enseñan los biblistas, esta página corresponde a un hecho real, retocado por los catequistas de entonces, y recogido por san Lucas hacia el año 75 de nuestra era. Los primeros cristianos veían retratados aquí a quienes siguen al Señor, pero sin encontrarse con El personalmente.
Según el texto de san Lucas, estos discípulos sabían mucho de Jesús. Cuentas hechos y apreciaciones personales. Tal vez habían acompañado al Maestro en sus andanzas. ¿Por qué entonces no se quedaron un día más en la capital?
Todo ocurrió con tal rapidez que sin pensarlo, el mundo se les vino encima. Es cierto que unas mujeres contaban haber visto al Señor. ¿Pero no apuntaría todo ello a sanar un dolor incurable?
Años antes, también otros profetas habían engañando al pueblo. ¿Este sería uno más?. Y el corazón se les hundía en la desesperanza.
El viajero que se les juntó en el camino escuchaba atentamente su relato, comprobando que sus interlocutores no eran testigos del Maestro. Únicamente desconcertados reporteros: Si esa historia de Jesús de Nazaret terminó mal, ya ellos curaban en salud. Si hubiera culminado con éxito, habrían procurado sacarle algún provecho.
Una actitud que nos retrata a muchos cristianos: Poco nos nada interesa que Jesús sea Dios o no lo sea. Nos deja sin cuidado relacionarnos con El en la comunidad creyente. Nos bastan los amigos, los negocios y un trabajo ejercido con mediana honradez. Otras facetas del Evangelio nos dejan sin cuidado.
Sin embargo, en favor de aquellos descorazonados discípulos — para nuestra situación- el Señor interviene. Aunque ellos no lo habían reconocido.
El discurso del Maestro, aunque san Lucas no lo consigna por extenso, explica, «comenzando por Moisés y los profetas», todo el programa del Mesías y luego hace ademán de seguir adelante.
Pero los dos discípulos ya interesados en revisar su experiencia de Jesús, le apremian: «Quédate con nosotros porque ya atardece».
Entraron —el evangelista no describe el lugar- y allí compartieron el pan a la usanza judía, luego de hacer la acción de gracias. Entonces a los dos viajeros se les abrieron los ojos y el corazón. Pero el Señor había desaparecido.
Lástima no seguir gozando de su presencia. Sin embargo, no importa. Ya se habían transformado, de simples reporteros, en testigos: «Levantándose al momento volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once. Y ellos contaron cómo lo habían reconocido al partir el pan».
El Señor nos invita a no apartarnos de él, a pesar de los desconciertos. Pero si nos marchamos de Jerusalén en busca de una vida ordinaria, más segura quizás, se hace el encontradizo en el camino. Sin embargo para reconocerlo es necesario escuchar su palabra y compartir con muchos otros el pan.
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Cuarto domingo
1. Aquella estampa bíblica
«Dijo Jesús: El pastor llama a las ovejas por su nombre y camina delante de ellas y las ovejas le siguen». San Juan, cap. 10.
¿Cuántas ovejas tienes? Aquí trescientas veintidós. Y tres que dejamos en el corral porque están enfermas. -Responde el pastor, un muchacho de unos veinte años. Chaqueta de cuero y gorra de color indefinible. Radio transistor y bastón. El rebaño avanza inundando la cuesta, mientras los corderitos balan cuando la zanja es honda, o una estaca les estorba el camino. Entonces el pastor acude ayudarlos.
Aquella estampa bíblica se iba apoderando poco a poco del paisaje, mientras una angosta carretera bordeaba las casas de los veraneantes.
Era imposible no recordar aquella mañana la palabra del Jesús: Yo soy el buen pastor.
El capítulo 10 de san Juan nos ofrece un tratado sobre el oficio de pastores. Muchos había en las vecindades de Nazaret y quizás Nuestra Señora le habría contado a su Hijo el episodio de Belén, cuando ellos acudieron al portal.
El Maestro retoma en su enseñanza las comparaciones de varios profetas, que señalaron a Dios como el pastor de su pueblo. Pero Jesús habla de sí mismo como la puerta de las ovejas. Y luego avanza, presentándose como el buen Pastor. Conoce sus ovejas. Va delante para guiarlas y defenderlas. En fin, dará la vida por ellas.
Todo un programa de vida en esquemas campesinos, que el auditorio asimilaba fácilmente.
Nos queda a nosotros la tarea de ser ovejas buenas. Las que conocen a su Pastor, lo aman y se dejan conducir por él .
Dice un autor que sólo una teología encarnada alimenta. Conviene entonces ir más allá de las comparaciones del Evangelio, para relacionarnos de veras con Dios que nos guía y acompaña.
El se hace presente primordialmente en la conciencia. Ese recinto donde el creyente descubre maravillado la cercanía de Dios. Ese castillo misterioso donde el Señor acostumbra dar cita a los que ama.
Pero además, el buen Pastor encomendó a los obispos y sacerdotes que lo representaran en la comunidad cristiana. Una encomienda que no libra del todo a estos hermanos de sus limitaciones personales, pero que a nosotros nos garantiza el acompañamiento en la fe y la fuerza de los sacramentos.
Jesús sigue llamando aquí y ahora a muchos jóvenes para el servicio pastoral de la Iglesia. Algo hoy muy distante de prebendas sociales y económicas. Un compromiso vital con los valores elevados y estables, bajo la luz del Evangelio.
Roque se moría devorado por la tuberculosis, bajo su rancho de zinc. Un sacerdote de apenas unos meses de ordenado le enjugaba la frente, luego de haberle ungido con el óleo de los enfermos.
- Padre: ¿Usted qué necesita?, preguntó de pronto el moribundo.
El sacerdote trató de disimular su extrañeza y le replicó amablemente: ¿Por qué me lo preguntas?
- ¿Sabe qué?, prosiguió Roque. Yo me voy para el cielo porque usted me enseñó. Y allá le voy a conseguir todo lo que necesite.
Al sacerdote se le humedecieron los ojos. Y recordó a un viejo profesor del seminario: «Quieran mucho a la gente, les decía a los estudiantes, quiéranla mucho. Es la única manera de ser buenos pastores».
2. Yo soy la puerta
«Dijo Jesús: Yo soy la puerta. Quién entra por mí se salvará y podrá entrar y salir y encontrará pastos». San Juan, cap. 10.
Tantas cosas se esconden más allá de las puertas. Ellas disimulan, rechazan, ocultan, saben guardar secretos. Pero también acogen, esperan, invitan.
Cuando Jesús, repitiendo el lenguaje de los profetas, explica al pueblo su oficio de pastor, añade que El es la puerta del aprisco. Por ella vuelven a entrar cada tarde las ovejas, para dormir seguras frente a la amenaza del lobo, a la asechanza de los ladrones.
En cada página del Evangelio encontramos una comparación y una metáfora con las cuales el Señor se nos manifiesta. Es luz, agua, camino, pan, vida, verdad, pastor y puerta.
Aunque lejos del hogar, nunca olvidamos la puerta de la casa paterna. Su color, su tamaño, la sensación de seguridad que tuvimos al tocarla y hasta el chirrido peculiar de sus goznes.
Al recordarla revivimos lo que significa volver al hogar: Terminar fatigados el viaje, llegar a media noche, esperar que alguien nos abra y entrar de puntillas, tratando de evitar el menor ruido. Reencontrar el cariño de los nuestros. Escuchar voces familiares, que nos llaman por el nombre.
Jesús nos habla de otra puerta, a la cual regresamos un día, en busca de su rostro amable.
Inicialmente tuvimos una fe infantil, ingenua, elemental, sin dudas ni problemas.
Llegamos luego a una fe adolescente, opacada muchas veces por los conflictos y los fallos personales. Analítica, enfrentada a la razón.
Nuestra fe de adultos fue implícita, despojada la mayoría de las veces de expresiones externas. Oculta en el subconsciente, apenas sí afloró en momentos difíciles, cuando nos golpeaba rudamente la vida.
Llega después la etapa del regreso. Un día nos sentimos desnudos y necesitados.
Recogemos entre, los restos de nuestra vivencia cristiana los elementos validos que aún persisten. Volvemos a encontrar a Dios en cada acontecimiento, en quienes nos rodean, en la comunidad cristiana descubierta de nuevo.
Profesamos entonces una fe que presenta más experiencia que inocencia. Pero que identifica el verdadero rostro del Señor, quien mide nuestra capacidad de mal, conoce los mil altibajos del sendero y tasa nuestra inmensa posibilidad de bien.
Es hora ya de regresar a Dios, de descifrar por qué El se llama puerta. De emprender el viaje de regreso.
Aquella puerta nunca se ha cerrado definitivamente.
No disimula, no rechaza, no esconde, no guarda su secreto. Por el contrario acoge, espera, invita.
3. El álbum familiar
«El Buen Pastor conoce a sus ovejas. Las va llamando por el nombre y éstas conocen su voz y lo siguen». San Juan, cap. 10.
El álbum familiar guarda con cariño la imagen del abuelo, el recuerdo de una excursión a la montaña, o a la orilla del mar, los rostros de los niños, la silueta de la casa de campo, el itinerario de un viaje y la alegría deun amigo ausente.
También el Evangelio conserva las distintas escenas de la vida del Señor. Mateo, Marcos, Lucas y Juan nos retratan a Jesús de muy diversas formas: Como esposo, como agricultor, padre de familia, viajero, negociante de perlas, buscador de tesoros, maestro, médico, o pastor…
Pero el afecto pudo más que la memoria. De ahí las repeticiones en el relato, las metáforas, muy del estilo hebreo, ciertas inexactitudes que no deslucen la verdad de su historia, los lugares comunes y un agradable desorden que no coincide cronológicamente con la vida de Jesús.
Pero volvamos a la metáfora del pastor. Israel era un pueblo de pastores. «Nosotros somos tus siervos, pastores desde nuestra infancia, lo mismo que nuestros padres», le dice José al Faraón. Pastores fueron muchos de sus jefes: Moisés, que guardaba el ganado de Jetró, sacerdote de Madián. David a quien Yahvé «sacó de los rebaños para que apacentase a su pueblo». Amós, que procedía «de los rebaños de Tecua».
Es lógico entonces que el Antiguo Testamento anuncie al Mesías con rasgos sacados de la vida pastoril. Y Jesús, apenas nacido en Belén, llama hasta el pesebre a «unos pastores que dormían a campo raso y velaban durante la noche sus rebaños».
Dos rasgos nos llaman la atención en este Buen Pastor del Evangelio: Cristo conoce sus ovejas y a todas llama por su nombre.
Todos tenemos un ansia infinita de individualidad. Ninguno quiere ser tratado como cosa. Porque no somos artículos producidos en serie. Somos personas con una historia íntima, en un proceso muchas veces glorioso, otras atormentado. Con una insondable intimidad, pocas veces conocida aún por nosotros mismos.
Para avanzar hacia la cumbre, basta que llegue alguien que nos conozca íntegramente. Dios es para nosotros como ese artista que conoce su instrumento y sabe pulsarlo sabiamente.
Además el Señor conoce a cada uno por su nombre. Pascal, quien supo conjugar en su vida la rudeza con la más delicada ternura, se conmovía pensando en «la gota de sangre de Dios derramada por el individuo Blas Pascal». Como San Pablo, quien a pesar de hablar casi siempre en plural, les escribió a los cristianos de Galacia: «Me amó y se entregó por mí».
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Quinto domingo
1. ¿Qué hubiera dibujado la maestra?
«Jesús le respondió a Tomás: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí». San Juan, cap. 14.
Ardua tarea para unas mentes infantiles. La profesora pide un dibujo sobre aquella frase del Señor: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Marcela ha pintado un árbol junto al camino y encima una paloma. Sebastián escribió la palabra Jesús sobre algo que parecía un libro. Y Diego trazó únicamente un corazón y dentro esta frase: Aquí está Dios. Pero ¿qué hubiera dibujado la maestra?
Los adultos tampoco acertamos con imágenes que expresen exactamente la enseñanzas de Cristo. Pero quizás sí sentimos que Jesús, como camino, como verdad y como vida resuena en nuestro interior.
Cuando el Señor anuncia su muerte en Jerusalén, sus discípulos se desmoralizan. Aunque El explica que se va a prepararles un lugar junto al Padre.
Pero el grupo no comprende. Tomás, el mismo que exigiría pruebas luego de la resurrección, pregunta: «Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podremos saber el camino?»
Felipe ruega una explicación sobre ese Padre, de quien Jesús ha hablado tantas veces. Jesús le contesta: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre».
Al apóstol Tomás, el Maestro responde: «Yo soy el camino, la Verdad y la Vida». Palabras muy usadas entre los judíos de entonces, aún en sentido religioso. Pero a las cuales Jesús da un nuevo contenido.
Camino significa la posibilidad de alcanzar las metas que nos proponemos. Toda vida humana es un proyecto, es un viaje. Pero muchos andan descaminados. Y otros ni siquiera se esfuerzan por encontrar la ruta. El Evangelio nos indica por dónde, con qué medios, a qué velocidad es posible lograr una plenitud humana y cristiana.
Verdad quiere decir una valoración adecuada de las personas, las cosas y los acontecimientos. Cuando descubrimos la justa medida de cuanto nos rodea, evitamos toda mentira y todo engaño.
Vida es aquel nivel de la existencia donde nunca nos sentimos fracasados, sino protagonistas positivos de una historia. A pesar de todo. Vida es seguridad hacia el futuro.
Muchas personas, de todos los niveles sociales, de todos los grupos humanos, han colocado a Cristo en la mitad de sus vidas. No fue trabajo de unas horas, ni siquiera de pocas semanas. Fue un largo proceso, desde que comenzaron a oír hablar de Dios y para sentir luego en el alma que amaban a Jesús.
A algunos de ellos la Iglesia los ha puesto como modelos de la comunidad creyente. Llegaron ya a la casa del Padre por el camino de Jesucristo. Otros viven ese proceso en el anonimato. Soldados desconocidos de esta cruzada del Evangelio.
Pero todos ellos se distinguen por su equilibrio, su generosidad sin medida, su esperanza invencible.
Entre ellos circula un secreto a voces, compartido en la intimidad del hogar y en el seno de las comunidades: «Jesús es el camino, la Verdad y la Vida».
Esta es la razón por la cual, viviendo las mimas alegrías y esperanzas, los mismas tristezas y angustias de todos los mortales, su paso por la tierra tiene un sello indeleble. No importa que no sepan dibujar sobre el papel su plenitud y su confianza.
2. Es ilícito renunciar a la esperanza
«Tomás le dice a Jesús: Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino? Jesús le responde: Yo soy el camino, la verdad y la vida». San Juan, cap. 14.
El cardenal Feltin, luego de ordenar en París a un joven sacerdote, le pregunta: ¿Dónde te gustaría comenzar tu trabajo? En cualquier parte, responde el recién ordenado, donde haya gente en un callejón sin salida.
En aquel dialogo con Tomás, Cristo le responde: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Camino ante todo para quienes se encuentran en callejones sin salida.
Muchos padecen una enfermedad incurable, la afición a la droga, están atrapados en un grupo que los destruye. O soportan una psicología enferma, un vacío inconfesable, una quiebra económica, un error que ya es imposible reparar. Cristo fue camino de salvación para la viuda de Naim, para la adúltera, los leprosos, Mateo el publicano, Zaqueo, Jairo cuya hija había muerto, la mujer de Samaria, las hermanas de Lázaro, aquel ladrón de corazón sincero, crucificado a su derecha.
Todos ellos se encontraban en un callejón sin salida y todos ellos descubrieron camino hacia la luz. Dimas encontró aquel Viernes Santo por la tarde el sendero que lleva al paraíso.
El Evangelio es un manual de ruta, para cuantos alguna vez nos extraviamos.
El Señor vino a encontrar cuanto estaba perdido: dracmas, ovejas, hijos pródigos.
¿Quién no cuenta en su haber innumerables extravíos? Desde aquellos nacidos de la condición humana, hasta los derivados de la fe en esta árida tierra, hasta los que propicia la aventura de un servicio especial a los hermanos.
Pero el Señor nos dice siempre: Yo soy el camino.
Encontramos en nuestro alrededor a muchos atormentados por la desilusión. Imaginaron el matrimonio como un estado sin problemas, creyeron que la Iglesia era una sociedad de hombres perfectos. Nunca sospecharon hasta dónde llega la fragilidad de un cristiano. Confiaron tal vez demasiado en la estabilidad del amor, en la sinceridad de la amistad. Y el desengaño los persigue como una epidemia contagiosa.
Muchos se resisten sistemáticamente a intentarlo de nuevo. A mitad de la vida, se niegan a la reconciliación, a ensayar otro esfuerzo. Confiesan que han perdido definitivamente la confianza.
Para este grupo desconsolado, donde quizás nosotros tenemos una plaza, habla el Señor en su Evangelio: «Yo soy el camino hacia el Padre. Al conocerme a mí, lo conocéis a El.»
Allí está el Señor: Donde terminan nuestros callejones sin salida. Donde la luz nace de las tinieblas. Donde lo imposible da paso a lo posible. Donde la vida cambia de improviso, igual que si volviéramos la página de un libro. Para quienes creemos en Jesús no es lícito renunciar a la esperanza.
3. En casa de mi Padre
«Dijo Jesús: En casa de mi Padre hay muchas moradas, si no, os lo habría dicho. Me voy a prepararos un sitio. No perdáis la calma. Creed en Dios; creed también en mí». San Juan, cap.14.
Cuentan que una vez el Señor quiso conversar cara a cara con sus hijos.
Yo, se quejó un pescador, sólo tengo unos troncos y unas hojas de palma… - Constrúyete una choza, dijo Dios. Cuando llegue el invierno, recoge nuevamente tus aparejos y échate a andar en busca de otra tierra.
Como los pescadores, muchos de nosotros caminamos de ideología en ideología, de actitud ante la vida a otra actitud, siempre nómadas. El Señor sabe nuestra zozobra. Pero si le buscamos sinceramente, al acampar aquí y allá, vamos edificando como dice el prefacio de difuntos, una mansión eterna en el Cielo.
- Señor, dijo un obrero sin trabajo, apenas he logrado levantar un cuartucho, con cartones y una madera vieja que me dio el último patrón.
- Pero no te quedes ahí, dijo el Señor amablemente. Lucha, aspira, busca, no te resignes.
Otros nos parecemos a los obreros cesantes. Nunca tuvimos una educación religiosa. Apenas logramos defendernos de la vida con una fe incipiente, semejante a un instinto religioso. El Señor nos dice que no debemos quedarnos ahí. Es necesario luchar, aspirar a más, buscar, no resignarnos.
- He logrado, dijo un albañil, conseguir unas tejas, un poco de cemento, arena que me trajo la creciente del río y algunas piedras.
- Fabrícate una alcoba. Pero le abrirás una ventana hacia el oriente. Una vivienda sin ventanas sólo mira hacia dentro. Allí cerca plantarás un árbol y con él crecerá tu esperanza.
Algunos de nosotros apenas logramos improvisar un aposento para abrigarnos.
El Señor nos invita a abrirnos a la luz, a la vida, a la confianza.
- Yo, explicó un empleado, pude comprar a plazos un terreno. ¿Qué puedo hacer?
- Puedes levantar una casa poco a poco, para albergar a tu familia. Pero acoge también allí la paz, la alegría, el amor.
Quienes hemos recibido el don de la fe y una adecuada formación cristiana ya hemos edificado una casa. Estamos pues llamados a vivir plenamente el bautismo, el gozo de la Pascua, la vocación de la familia, el diálogo constructivo y fraterno.
-¿Y yo Señor? (Este era un hombre rico)
- Debes levantar una torre. Allí podrás vivir con los tuyos y compartir con los demás. No cierres nunca el corazón porque secarías la fuente de tu dicha.
Al recibir más de lo ordinario, otros tenemos el deber de acoger a los demás, de repartir con ellos, de tenderles la mano y edificar un mundo distinto.
«En casa de mi Padre hay muchas moradas». Muchos modos de ser, muchas formas de amor, muchos senderos que conducen a igual plenitud. Muchas fórmulas para construir al hombre, muchas recetas para fabricar la felicidad.
«Cuando me vaya y os prepare un lugar, os llevaré conmigo».
Ese día no habrá sobre la tierra desigualdad ninguna. Ya los hombres no habitarán en tiendas de campaña.
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Sexto domingo
1. La razón de mi esperanza
«Dijo Jesús. No os dejaré desamparados. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis y sabréis que estoy con vosotros». San Juan, cap. 14.
Un joven monje imberbe todavía, le preguntó a su prior: ¿A tu edad, ya no sufres tentaciones?. - Muchas, hermano, respondió el viejo. - ¿Pero muy pocas cosas te hacen sufrir? - Las cosas tal vez no, pero existen otros tormentos del alma. - Entonces ¿cómo afirmas que hace años vives con el Señor?. El prior sonrió con mansedumbre: - Se nota, hijo, que sólo conoces el camino de la fría razón. Aún no recorres el sendero del amor.
Ante los discípulos, angustiados por su inminente partida, Jesús les asegura que nos los dejará desamparados. Y aunque su presencia empezará a ser invisible - «El mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis»- será una presencia consoladora: «Entonces sabréis que vosotros estáis conmigo y yo con vosotros».
Sin embargo, muchos cristianos de hoy dudamos de esa presencia de Cristo. O pocas veces la sentimos y gratificante. Tal vez nos decimos: Es una promesa de Jesús para gente ideal, en un mundo ideal, muy lejano de aquel donde vivimos.
Porque a las comunidades cristianas acuden gentes del común, con problemas concretos: Tensiones de familia, angustias económicas, violencia, enfermedades, fracasos, vicios, muertes… ¿Cómo lograr que la presencia prometida por el Señor nos apoye y consuele?
Conviene recordar que el Maestro no es un líder político, o un iluso de buena voluntad. Es un Dios hecho hombre. El enviado de un Padre bueno y todopoderoso.
Si por arte de magia hiciéramos realidad todas las intenciones y proyectos de los padres y madres que saben amar, de inmediato nuestra tierra sería irreconocible.
Recordemos también que esa presencia de Jesús excede todas las formas con las cuales llegamos a nuestros semejantes. No se refería Jesús a formas extraordinarias de mostrarse. Nos han de bastar las indirectas, no menos reales, para quien tiene fe. Entre ellas estarían las maravillas de la creación y ese poco de aceite cotidiano que ceba nuestra lámpara.
Aquel verso de Jorge Manrique: «Todo tiempo pasado fue mejor» , nos hizo deducir que el peor tiempo es el presente. Pero Juan XXIII, al inaugurar el concilio Vaticano II, nos decía: «Disentimos de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando sucesos infaustos». A los males que hoy nos golpean, ellos se complacen en añadir otros futuros, para oscurecer más aún el panorama.
Recordemos que todos los dolores que hoy nos afligen fueron también cosecha abundante en otras épocas, sobre los hombros de otros hermanos. No conviene por tanto exagerar las tintas del presente, sino recordar que el Señor sigue siendo dueño de la historia. Confiar en El significa hablarle con frecuencia, así sea con ese estilo áspero de Job, cuando lo había herido la desgracia.
San Pedro cuando escribía a sus fieles, bajo un horizonte mucho más oscuro que el nuestro, les insistía: «Con vuestra conducta honrad a Dios y estad dispuestos siempre a dar razón de la esperanza».
La clave de nuestro pesimismo nos la podría enseñar aquel anciano monje: «Se nota que sólo conoces el camino de la fría razón. Aún no recorres el sendero del amor».
2. Nuevas formas de compañía
«Dijo Jesús: No os dejaré desamparados, volveré. Dentro de poco el mundo no me vera, pero vosotros me veréis y viviréis». San Juan, cap. 14.
Para vivir plenamente no nos bastan el alimento, el vestido, la vivienda. Tenemos necesidades más profundas. No podemos subsistir sin sentirnos amados, sin ser tenidos en cuenta, sin disfrutar de una sincera compañía.
Cuando faltan estas cosas, enferma el alma y hasta puede resentirse la salud, perdido el equilibrio interior.
El Señor que comprendía todo esto, siente tristeza al despedirse de sus amigos, poco antes de su ascensión.
Por eso inventa nuevas formas de compañía:
- Su doctrina que se escucha en la Iglesia, se transmite de padres a hijos, de maestros a discípulos, de amigos a amigos.
- El amor de la familia. Ese entorno natural donde abrimos los ojos a la luz: La ternura, la acogida y la seguridad, la proyección que da el hogar.
- La conciencia, donde resuena la palabra de Dios: Instrumento para detectar el bien y el mal, guardián insobornable de la ley natural, voz insomne en el interior de cada hombre.
- Los Sacramentos: Signos materiales y humanos pero que esconden un poder y un misterio: La fuerza del Señor que no conoce vacaciones ni desvío.
- La historia. Ese fluir del tiempo, con un gran protagonista en el tablado: El hombre. La historia que, contagiada de Dios por la Encarnación de Jesucristo,
se transforma en historia de Salvación, aun con sus más trágicos acontecimientos.
El Señor siempre esta a nuestro lado.
Alguna vez envidiamos a los apóstoles que convivieron con Dios hecho hombre. Lamentamos que la presencia de Cristo entre nosotros sea oscura, lejana, muchas veces indescifrable.
Olvidamos que un profeta venido de Nazaret, el hijo de un obrero, con su carga total de humanidad sobre los hombros, no fue a todas horas una presencia diáfana de Dios.
Hubo momentos luminosos: En el Tabor. Cuando multiplica el pan o resucita a los muertos.
Pero la mayoría del tiempo Cristo fue totalmente igual a sus discípulos.
Se fatigaba del camino. Comía con pecadoras y publícanos. Se dormía sobre las sogas de la barca. Todo el mundo estaba al tanto de sus parientes, gente mediocre y común.
No hemos de estar esperando entonces una presencia clara para sentir cerca al Señor. Todo signo, aun el mismo Jesús de Nazaret, es mitad luz, mitad oscuridad. Bajo estos signos nuestros, ordinarios, deslucidos y opacos se esconde la amable y poderosa presencia de Jesús.
Basta aprender a mirar a través de la sombra. Muchos lo han practicado. De ahí derivan su fortaleza y su plenitud.
3. Amigos de tiempo completo
«No os dejaré desamparados, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis porque yo sigo viviendo». San Juan, cap.14.
Mientras vamos de paso por la tierra, es nuestra vida veloz, frágil, veloz y deleznable. Sin embargo sobre tal pobreza se levanta un deseo, jamás interrumpido, de supervivencia. De eternidad.
De él brota el empeño por conformar una familia, por entregar a la posteridad un libro, fundar una ciudad, o al menos grabar nuestras iniciales sobre la corteza de un árbol.
Los primitivos pintaron en la roca sus escenas de cazas. Los egipcios levantaron pirámides. Leonardo nos legó la sonrisa enigmática de la Gioconda. Miguel Ángel extrajo de la roca a David y a Moisés. Y Beethoven se hizo inmortal con sus sinfonías.
El Señor Jesús, hecho igual a nosotros en todo menos en el pecado, también sintió ese deseo de perpetuidad para que su plan de salvación se continuara en la historia. «No os dejaré desamparados. Vosotros me veréis porque sigo viviendo».
Aceptamos la presencia de alguien cuando le miramos sentado a nuestra mesa, cuando escuchamos su voz familiar y sentimos su afecto. Pero hay otras formas de presencia. La de los padres que siempre se hallan presentes en los hijos. La del maestro que nos enseñó las primeras letras. Están presentas también en neutra ruta el amigo, el consejero. El médico que ha curado nuestros males.
De estas maneras, pero en su calidad de Dios, Cristo vive presente entre nosotros. Sin embargo, a El no le bastó una presencia impersonal y relativa. Por eso, al principio de su misión, se escogió doce amigos. Y luego los envió a predicar su mensaje por todos los rincones de la tierra.
Continuadores de los apóstoles son nuestros sacerdotes. Su oficio es representar al Señor. Son su reemplazo, su recuerdo viviente. Ellos anuncian, apoyan, iluminan, aconsejan, celebran los sacramentos. Acompañan, orientan y consuelan. Los encontramos cada día a nuestro paso. Son miembros de nuestra comunidad, quizás parientes cercanos. Pero frecuentemente ignoramos su vida, su tarea, sus actividades, su labor muchas veces silenciosa, pero siempre fecunda.
Cuando los miremos de cerca, los apreciaremos mucho más y estaremos de acuerdo: Son amigos de tiempo completo.
Más allá del arte, de la técnica, del deporte, del mundo de los negocios o de las relaciones internacionales, se coloca la vocación sacerdotal como un servicio noble y eficaz a la comunidad humana. Muchos jóvenes lo han comprendido y por eso los seminarios vuelven a llenarse.
Hagamos hoy patente nuestro aprecio hacia los sacerdotes, quienes enriquecen la comunidad por el servicio de la fe y de los sacramentos.
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Ascensión del Señor
1. Tal vez fray Luis exageraba
«Dijo Jesús: Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». San Mateo, cap. 24.
Poetas y pintores han presentado el acontecimiento de la Ascensión del Señor con rasgos muy negativos. Todo habría sido desconcierto y dolor de los apóstoles ante el triunfo de Cristo. Para ejemplo aquel poema de fray Luis de León:
«¿Y dejas , Pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro, en soledad y llanto; y tú rompiendo el puro aire, te vas al inmortal seguro?»
Es cierto que terminaba la presencia física del Señor sobre la tierra. Pero quedaba la experiencia de su resurrección en el corazón de los discípulos. Si por la partida del Maestro se hubieran desmoralizado del todo, el proyecto de Jesús se habría ido a pique.
San Mateo pasa por alto la angustia de relativa de los discípulos -señalada tal vez por san Lucas- para insistir en la tarea que el Señor les encarga: «Vayan por todo el mundo y hagan discípulos de todos los pueblos». Todo ello respaldado por la fuerza de Dios, como apunta san Marcos: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra».
¿Habrá llegado el Evangelio a todos los pueblos de la tierra?. Quizás. Pero no a cada grupo humano, ni menos aún a todos los habitantes del planeta. Hoy, cuando nos sentimos deslumbrados por las nuevas tecnologías de la comunicación, el Señor vuelve a enviarnos con urgencia.
En tiempos de san Pablo, «todo el mundo» comprendía el imperio romano, las naciones vecinas y aquellas misteriosas tierras de Oriente, apenas sospechadas por algunos.
Más tarde, en el siglo XV, varios doctores enseñaron con optimismo, que la palabra de Cristo había sido anunciada en todos los rincones del mundo.
Pero a los pocos años, Magallanes y Cristóbal Colón descubrieron inmensas regiones, de innumerables habitantes.
Hoy, desde los satélites artificiales podemos observar la tierra y medirla palmo a palmo. ¿Cómo no realizar el mandado de Cristo: Vayan por todo el mundo?
La geografía religiosa de otros tiempos era cosa muy simple. Los cristianos vivíamos aquí, mientras los no cristianos estaban allá. Hoy comprendemos que el mundo se compone de círculos concéntricos alrededor de la persona de Cristo. Más cerca de El, quienes conocen su mensaje y tratan de vivirlo. En el lugar opuesto, aquellos que apenas saben algo de Jesús, o lo ignoran completamente.
La dinámica de la evangelización consiste en que aquellos que ya gozamos de la buena noticia, vayamos y anunciemos a todos los hermanos.
También el hogar, el colegio, la empresa, el barrio, la universidad, podrían dibujarse, con idénticos círculos, alrededor del Maestro. ¿Dónde nos encontramos nosotros? ¿Qué esfuerzo hacemos por impulsar esa fuerza centrífuga del Evangelio?
No seamos entonces cristianos que se han quedado en «este valle hondo, oscuro en soledad y llanto», como dijo Fray León. La Iglesia del futuro nos espera. La cual, según apunta un pensador, ha de ser: «Más una Iglesia de amores, que de verdades. Más de gestos fraternales que de ritos. Más de comunidades, que de multitudes. Más de discípulos que anuncian, que de bautizados que únicamente miran al cielo».
2. Galilea
«En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo ellos se postraron, pero algunos vacilaban». San Mateo, cap. 28.
Nace el primer Evangelio de una prolongada reflexión de las comunidades cristianas provenientes del judaísmo. Hubo quizás una primera redacción en arameo, que sólo traducida al griego ha llegado hasta nosotros.
La región montañosa al norte de Israel, Galilea, no gozaba de buena fama, entre los judíos. Tierra de campesinos ignorantes, gente pobre, alejada de la burguesía económica y religiosa de Jerusalén.
Estos montes de Galilea son el escenario donde nos sitúa San Mateo. Allí Cristo convoca a sus once discípulos.
¿Cuál es la intención del primer evangelista, en esta última página de su relato?
Insistir en la idea central de su Evangelio: Jesús es el Señor. Por eso nos cuenta que los discípulos se postraron, al ver a Jesús, cómo era costumbre ante los reyes.
Cristo allí afirma que se le ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Los envía luego con autoridad, a predicar por todas las naciones. Les ordena bautizar.
El bautismo nos afilia a la comunidad: La Iglesia. En ella tratamos de vivir al estilo del Maestro. Un estilo y talante nuevos. Y les manda enseñar.
Porque El es dueño de una doctrina, capaz de cambiar el mundo, la cual confía a nuestro dinamismo.
Y finalmente, les promete su compañía: «Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»
Anota algún comentarista que para entender mejor a San Mateo, conviene empezar a leerlo por esta página final: «Jesús es el Señor».
La fe de la Iglesia primitiva se resumía en esta frase. En ella también podemos nosotros encerrar nuestra vivencia cristiana: Jesús es el Señor. Nos da seguridad, porque está más allá del tiempo y del espacio, de la vida, y de la muerte, del bien y del mal.
Nuestro Señor hace camino. Con él sabemos de dónde venimos y para dónde vamos.
Nuestro Señor es compañía. En las ciudades, en las familias, en la reunión social, aún en la Iglesia, padecemos de soledad. El crea la convivencia y la capacidad de compartir.
Nuestro Señor es Maestro. Con El todo se explica, todo se traduce, todo se ilumina.
3. Ausencia y presencia
«En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Él les dijo: Id y haced discípulos a todos los pueblos. Y yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo». San Mateo, cap. 28.
En un antifonario que guarda la catedral de León (España), vemos una curiosa imagen de Cristo: Bajo un manto escarlata viste una túnica amarilla, ceñido la frente por brillante corona.
Con grandes ojos mira hacia delante, y está sentado sobre una nube que sostienen cinco asombrados querubines.
¿Jesús sube a los cielos? ¿Se despide? ¿Llega de nuevo para quedarse con nosotros? Cada quien podría responder, según comprenda en qué consiste la Ascensión del Señor.
Los evangelistas son parcos al presentar este acontecimiento, porque es imposible explicar lo inexplicable. San Lucas cuenta que esto sucedió en las inmediaciones de Betania. En Los Hechos nos dice que el Señor «fue levantado al cielo y una nube lo ocultó a sus ojos». Añade luego que los discípulos se quedaron mirando fijamente al cielo. San Mateo termina su relato con el envío que el Señor hace a los Once, para que hagan discípulos a todos los pueblos.
Jesús tenía entonces un cuerpo glorioso, y sin embargo se mostraba a los suyos. Igualmente el hecho de subir que traen los textos es más simbólico que real, pues las medidas geográficas no encierran la presencia del Resucitado. La puesta en escena de los ángeles atestigua que este hecho ocurre más allá de esta tierra. Y los mismos liturgistas no encuentran textos bíblicos que ofrezcan la verdadera dimensión del acontecimiento.
Sin embargo, para nuestra comprensión hay algo simple: Jesús comenzó desde aquel día una nueva presencia entre nosotros. Se iniciaba otra forma de fe, sin el apoyo de un Dios visible.
Valdría entonces unir todo esto con lo dicho por el Maestro cuando se despedía de sus discípulos: «No os dejaré huérfanos» Y sobre todo lo que ellos escucharon antes de perderse el Señor entre las nubes: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra».
Y además: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».
Durante los comienzos de la Iglesia, los discursos de Esteban, de Pedro y de Pablo, los milagros que ocurrieron por el poder de los apóstoles, la fe de la comunidad creyente, la caridad que se ejercía como algo esencial en las primeras comunidades, no eran otra cosa que signos patentes de la presencia de Jesús. Todos los creyentes procuraban recordar al Maestro, mediante sus gestos y sus dichos. Cristo seguía presente, de modo especial por la Palabra y por la Eucaristía.
De ahí en adelante, la historia de la Iglesia ha sido un continuo descubrir que Cristo vive y alienta en las comunidades cristianas. Cuando brilla la fe, cuando nos reconforta la esperanza, cuando el amor cobija de mil modos a los creyentes. Cuando tantos hombres y mujeres dejan su patria para anunciar a Jesucristo en remotas regiones. Cuando numerosos hermanos siguen entregando su vida por el Evangelio. No hay duda alguna: Jesús está presente.
Podríamos entonces afirmar que en la Ascensión, Jesús bajó de lo alto para estarse con nosotros definitivamente. Y algún poeta nos dice: «Así está bien, porque Él sabe que sin un Dios que nos mire tan de cerca, trabajamos mejor».
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Domingo de Pentecostés
1. La pasión de creer
«Entró Jesús, se puso en medio de sus discípulos y, exhalando su aliento sobre ellos, les dijo: Recibid el Espíritu Santo». San Juan, cap. 20.
«Los que creen en Dios piensan en él tan apasionadamente como los no creyentes defendemos su ausencia». Así comenta Jean Rostand, un biólogo francés de nuestro siglo.
Parece que no, sería la respuesta más honrada. Porque para muchos bautizados su fe es algo aburrido y rutinario. Una especie de anemia espiritual que contagia todo su entorno.
Cuando el Señor exhala su Espíritu sobre los discípulos, reunidos en cenáculo, les dice: «Recibid el Espíritu Santo». Algo que aquellos hombres entendieron mejor que nosotros. Para la medicina de entonces, el aliento nacía directamente del corazón y según su fuerza, indicaba salud. Jesús comunica ese día, a quienes lo han escuchado varios años, un entusiasmo, una pasión para amarle y seguirle siempre.
Después de la Ascensión, ya no les bastaba a los discípulos el recuerdo amable del Maestro. O la recapitulación de su enseñanza. Era necesaria otra fuerza, para construir el Reino de Dios, en el marco de una nueva alianza.
San Pablo y otros escritores cristianos, describen este poder, este contagio de Jesús, valiéndose de comparaciones: Nos hablan de luz, descanso, compañía, calor, salud, consuelo, gozo, elementos que ha retomado la teología para explicarnos al Espíritu Santo. Todavía el lenguaje cristiano carecía de un vocabulario técnico, que expresara las verdades del Evangelio.
San Lucas cuenta además que, en la fiesta judía de la Siega, hubo un suceso extraordinario. Estando reunidos de nuevo los discípulos, sintieron que un viento recio les sacudía la casa, y vieron una lenguas de fuego que se posaban sobre ellos. Con estos signos,
comprendieron mejor la presencia de Jesús entre ellos. Se sintieron transformados por dentro, empezaron a contar a quienes se encontraban en Jerusalén, gente de muchos pueblos, quién era para ellos Jesús de Nazaret.
La presencia del Espíritu de Jesús en nuestro mundo, va más allá de lo sagrado. Más allá de las estructuras cristianas. Vive y actúa en «todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable. Todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio». San Pablo motivaba a los filipenses, a recorrer estos ámbitos en busca del Señor.
Podríamos entonces descubrir dos versiones de cristianos, opuestos entre sí: Los unos, sin Espíritu Santo. Se les va el tiempo en lamentar los malos días que corren. Los muchos sacrificios que exige el Evangelio. Son creyentes que no aman a Dios, pero sí temen al demonio. Viven una fe anémica, sin entusiasmo. Han trasladado toda su esperanza al reino de los cielos del mañana.
Frente a ellos, admiramos a los creyentes llenos de Espíritu Santo. Viven su cristianismo apasionadamente. Alegres, porque sienten el amor de Dios en sus vidas. Optimistas, a pesar de las tragedias. Sufren, es cierto, pero con elegancia. Frente a las dificultades demuestran una desconcertante capacidad. No olvidan el cielo, pero se han comprometido con la tierra de hoy. Su fe contiene muchos glóbulos rojos que les producen una salud completa.
Y alguien preguntará: ¿Y sus pecados? Respondemos: Son apenas las manchas que los científicos han descubierto sobre el sol. Nunca jamás opacarán su incendio.
2. Cincuenta días después
«Jesús se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros. Luego exhaló su aliento sobre ellos y añadió: Recibid el Espíritu Santo». San Juan, cap. 20.
Los judíos celebraban la fiesta de Pentecostés cincuenta días después de la Pascua. Pero sólo al regreso de Babilonia, empezaron a conmemorar en esa fecha la alianza con el Señor en el Sinaí.
San Lucas, en el libro de los Hechos, sitúa la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, a los cincuenta días de la Resurrección del Señor.
Aquel domingo, bajo formas externas cómo el fuego y el viento que recuerdan la alianza del Sinaí, el Señor realiza una segunda alianza con su pueblo, los cristianos.
Al celebrar nuestro Pentecostés, comprendemos que somos cristianos en la medida en que vivamos esta alianza.
Cuando pequeños, nos llevaron al templo para recibir el bautismo. Tomamos luego conciencia de nuestro compromiso con el Señor y tal vez hemos vivido una adhesión a la Iglesia. ¿Pero nos sentimos unidos con Dios, por un pacto de amistad?
Al llegar a la adolescencia, recibimos el sacramento de la Confirmación. Con este rito y por el Espíritu Santo, aceptamos el amor de Cristo. Nos comprometimos a vivir según sus planes.
Nos acercamos a la Penitencia y a la Eucaristía. ¿Pero bajo estos signos, el cristiano pensante toma posturas concretas ante el mal, ante el amor, ante su comunidad, acerca de la presencia del Señor en el mundo?
Cuando la enfermedad nos anuncia el final, pedimos la Unción de los enfermos.
Por este sacramento reconocemos al Señor cómo dueño de la vida y de la muerte. Nos sentimos salvados en su amor, proyectados a otra dimensión, capaces de empezar otra forma de ser, otra forma de vivir.
Muchos cristianos se comprometen además con el Señor y con la comunidad por el Matrimonio o por el Orden sacerdotal.
Con su vida los esposos creyentes hacen patente el amor de Cristo.
Quienes reciben el Orden, se consagran al servicio de la fe y de los Sacramentos, en favor de la comunidad cristiana.
8Sin embargo, estos signos sacramentales no tendrán valor, carecerán de capacidad para anudar nuestra vida con Dios, si en ellos no se hace presente la fuerza del Espíritu Santo.
El garantiza que estas cosas humanas: El agua, el aceite, el pan, el vino, el diálogo, el amor, se conviertan en lenguaje de salvación, en expresión de fe, en dinamismo de realización personal y comunitaria.
3. Nuestro Espíritu Santo
«Estando los discípulos reunidos en una casa, entró Jesús y les dijo: Paz a vosotros. Luego exhaló su aliento sobre ellos y añadió: Recibid el Espíritu Santo.» San Juan, cap.20.
La vida de Jesús, su manera de ser, el núcleo de su doctrina, la parte comunicable de su persona, lo más íntimo de sus deseos y sentimientos, su poder transformante… Todo esto que podemos encerrar en la expresión «Espíritu de Jesús», Se fue comunicando a los apóstoles desde el primer encuentro con el Señor.
Por medio de la amistad y del diálogo, el Maestro trató de conformar a los discípulos a su imagen y semejanza, para hacerlos continuadores de su misión.
También nosotros, desde el bautismo, comenzamos a recibir la influencia de Dios en nuestra vida. Isaías nos habla en el capítulo XI de los dones, por medio de los cuales se hace tangible la presencia del Espíritu de Dios.
San Pablo, en sus cartas, les explicará luego a los cristianos cómo obra el Señor en cada uno.
Un profesor de catequesis se siente entusiasmado en su trabajo. Encuentra cada día nuevos recursos para transmitir el Evangelio. Quizás no lo advierta, pero el Don de Sabiduría lo acompaña.
De un obrero se dice que tiene sentido común. Para él son claras las más complicadas situaciones, les encuentra la solución adecuada. Le ha sido dado el Don de Entendimiento.
Un profesional, un sacerdote, una madre de familia tienen un algo en común. La gente acude a ellos con su problema,
su historia dolorosa. Saben comunicar la paz, la alegría, el deseo de seguir luchando. Poseen el Don del Consejo.
Un científico madruga cada día a su laboratorio. Hoy aísla un virus, mañana ensaya una vacuna, luego supone un antídoto, siempre con el ansia rebelde de ayudar a la humanidad. Lo mueve el Don de Ciencia.
Un alcohólico, un drogadicto, una joven desesperada, advierten de pronto, que la imagen de un Dios padre no se ha borrado aún de su memoria. Sienten miedo de perder su bondad. Guiados por el Temor de Dios, emprenden el camino de regreso.
Unos esposos ven su hogar en peligro. Oran, buscan ayuda, sufren, luchan. Hasta que un día las cosas empiezan a cambiar. Como si de repente, todo se hubiera vuelto nuevo. Los ha sostenido el Don de la Fortaleza.
Los integrantes de un grupo juvenil descubren la fuerza de la oración. Cada semana emplean un buen rato para comunicarse con Dios. El Señor les habla, llega a su vida, los transforma. Los anima el Don de Piedad.
«Nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor. Hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que lo obra todo en todos». Así enseñaba San Pablo a los fieles de Corinto.
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Solemnidad de la
Santísima Trinidad
1. No es fácil ser ateo
«Dijo Jesús a Nicodemo: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». San Juan, cap. 20.
En la Constantinopla del siglo V, mientras lo religioso dominaba las mentes, como sucede hoy con el deporte, se multiplicaban también las herejías. Incluso los equipos que competían en el circo, adoptaban divisas a favor o en contra de alguna doctrina teológica.
La enseñanza de Jesús, tan limpia y diáfana, se había dejado aprisionar en los esquemas del pensamiento griego. Y muchos cristianos confundían la fe con un razonamiento filosófico, donde este adjetivo o aquel verbo eran indispensables.
Reflejos de esa situación perduran en ciertas fórmulas litúrgicas: «Porque en la pasión salvadora de tu Hijo nos diste una nueva comprensión de tu majestad». «Eres un solo Dios, no en la singularidad de una sola persona, sino en el Trinidad de una sola sustancia».
La Biblia no registra la expresión «Trinidad», nunca empleada por Jesús, quien, sin embargo, nos explicó de múltiples maneras que Dios es Padre. Se mostró siempre como Hijo. Y además prometió que su Espíritu nos acompañaría hasta el fin de la historia.
La diferencia entre la palabra de Jesús y una teología demasiado científica, es la misma que se da entre el amor de una madre y las razones técnicas de un sicólogo. El primero nos mueve el corazón. Lo segundo podría desconcertarnos.
En aquella entrevista de Jesús con Nicodemo, que san Juan trae en su Evangelio, descubrimos un discurso transparente y profundo sobre Dios.
Aquel hombre, que hacía parte del gobierno judío, busca al Maestro de noche, cuando las calles de Jerusalén se han llenado de sombra y de silencio. El Señor está solo, pues los discípulos han ido a descansar donde sus amigos y parientes.
Nicodemo no entiende muchas cosas. Igual que nosotros cuando escuchamos ciertas teologías áridas. Pero Jesús le explica que, para comprender, es necesario nacer de nuevo. Volver niña la mente y a la vez, limpiar el corazón. Avanzar hasta otros espacios del alma, quizás inexplorados.
Entonces ante aquel hombre golpeado por la vida, pero capaz de asombro, el Maestro desgrana lentamente una suprema revelación: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unico, para que el mundo se salve por El».
Todo el esfuerzo de la teología se ha de orientar entonces a revelar a un Dios que salva. Todo el aparato de la Iglesia apuntará a dejarnos salvar. Más allá de todas las palabras arderá una fe verdadera: Esa incomparable sensación de lo indescriptible.
«Siempre he sido creyente, escribe un sacerdote español. He podido vivir lejos de Dios, a veces sí. Pero nunca sin él. Durante mi etapa universitaria hice varios esfuerzos para volverme ateo. Pero no sirvo para eso. El corazón me late al ritmo del Señor.
La trágica muerte de un amigo me obligó a golpear la ventana de Dios, a partir en mil pedazos los cristales de su lejanía, aunque sangraran mis manos. Jugué a volverme ateo, pero nunca lo he conseguido. No es tan fácil. Había recibido tanto amor, que no podía vaciar de golpe las bodegas del alma. Y el Señor continuaba siendo tan mío, como mi propio nombre».
2. Creer en Él
«Dijo Jesús a Nicodemo: El que cree en Dios no será condenado. El que no cree ya esta condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.» San Juan, cap. 3.
Hablar de Dios es siempre un proyecto atrevido. Mucho más para quien tiene fe. Y más aún, lo suponemos, para el teólogo sincero. Al regreso de sus hipótesis y averiguaciones, comprueba que todo lo que afirma sobre Dios, se reduce a unos pocos conceptos inexactos.
Sin embargo, existe otro camino para encontrar al Señor: Amar.
Más allá del ruido de las palabras, del esfuerzo de la investigación, está el amor.
Pretendemos alcanzar a Dios desde una actitud científica. Pero El se muestra sólo al contemplativo.
El científico analiza el universo. Lo coloca delante de sí cómo un objeto, cómo algo pasivo, cómo una cosa. Sorprende los orígenes de las especies. Investiga la evolución de la vida. Compara la conducta de los animales. Archiva datos. Ordena conocimientos, teoriza.
Se siente superior a la naturaleza. Pretende dominarla.
En cambio el contemplativo, madruga a encontrarse con el universo. Sabe admirar. Recibe. Agradece. En fin, ama.
Dialoga con la naturaleza. No pretende robarle sus secretos, ni desentrañar sus misterios. Se siente limitado ante la creación, pero cada cosa le revela un mensaje.
El contemplativo, poeta místico a la vez, intuye, mira todos los días hacia el firmamento. Sueña.
Desde pequeños, aprendimos que Dios se ha revelado y continúa revelándose a los hombres. Quiere comunicarnos quién es El, cuáles son sus intenciones y proyectos. Cómo nos ama. Hacia dónde conduce nuestra vida.
Nos ha revelado que El es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Que se hizo hombre en Jesucristo, quien resucitó de entre los muertos. Que hay dos modos de vivir: De acuerdo con sus planes o en contra de sus deseos.
Pero a veces hemos hecho de la revelación una ideología. Y mucho más: Hemos estructurado una ciencia. Una ciencia obviamente inexacta.
Sin advertir que El no puede ser contenido en un tratado. Cómo el amor, que no se encierra en un vocablo. Cómo la luz, que no puede guardarse plenamente dentro de una lámpara de barro. Cómo la vida, que no se esconde en una sola espiga.
Al convertirnos en científicos, nos es difícil encontrar al Señor.
Creer en El, cómo nos dice San Juan, es llegar a ser contemplativos. Es regresar a la sencillez y a la transparencia del mensaje de Cristo. A esas soluciones de vida que nos presenta el Evangelio.
3. La intención de Jesús
«Dijo Jesús a Nicodemo: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que los que creen en El tengan vida eterna». San Juan, cap.3.
Un excobrador de tributos, amigo de Jesús escribe en lengua siríaca la historia del Maestro. En Efeso y en Antioquia, los discípulos de Juan Evangelista recogen sus escritos y añaden de su cuenta comentarios e interpretaciones.
Orígenes pone al servicio de la fe toda la ciencia y la filosofía de los griegos. Los predicadores se esfuerzan en encontrar la palabra exacta, el lenguaje adecuado, para enseñar al pueblo los misterios de Dios.
De pronto hallamos que, en la comunidad cristiana, se habla de Trinidad. Trescientos dieciocho Padres se reúnen en Nicea el año 325. Aparece un largo símbolo, atribuido a San Atanasio, donde se explica la naturaleza y las funciones de las Tres Divinas Personas. Se enfrentan diversos grupos de creyentes. Algunos son tachados de herejes por emplear un adjetivo, por no añadir una conjunción.
Después de esto, muchos nos quedamos con un misterio frío y filosófico: Un Dios en Tres Personas, una teoría de Dios, que no convence al corazón.
Sin embargo, detrás de la palabra Trinidad, se esconde todo el misterio de Dios que Cristo vino a revelarnos. Su intención era mostrar ese misterio, no en cuanto tiene de inaccesible, sino en cuanto somos capaces de entenderlo. Por eso nos trae su experiencia de Dios, pero la vive entre nosotros de una manera completamente humana y asequible.
Nos ayuda a entender a un Dios Padre, en la semilla que germina en el surco, en la levadura que fermenta la masa, en el Pastor Bueno que busca la oveja extraviada, en el padre que espera todos los días a su hijo ausente y reprende con mansedumbre al presumido hijo mayor.
Cristo nos revela a un Dios Hijo, Redentor y Salvador: Lo explica a Nicodemo diciéndole que El ha venido al mundo, para que cuantos crean en El tengan la vida eterna. Nos lo enseña cuando multiplica los panes, da vista a los ciegos, limpia leprosos, resucita muertos. Cuando se acerca a los publicanos y pecadoras, sin miedo de contaminarse. Cuando repite que nadie tiene más amor que quien da la vida por sus amigos.
Cristo nos motiva a entender a Dios, Luz, Verdad, Fuerza, Espíritu: Cuando explica a la mujer de Samaria otra manera de creer más limpia y sincera. Cuando cambia el corazón de Zaqueo, o revela en las Bienaventuranzas la fórmula de la felicidad. Cuando, con paciente pedagogía, resume a los apóstoles los puntos claves de su doctrina. Cuando envía a sus amigos a predicar, por todos los confines de la tierra.
Cristo vino a enseñarnos a encontrar a Dios desde el andamiaje de nuestra humanidad, apoyándonos sobre nuestro escaso entendimiento, sobre nuestro amor contagiado de egoísmo. Basta abrir el postigo de nuestra ventana y aceptar el torrente de luz que viene de lo alto. Basta soñar con la fuente, junto a nuestro pequeño manantial. Basta suspirar por su calor, cerca a nuestra lumbre incierta y vacilante.
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Solemnidad del
Corpus Christi
1. Recuerdos son amores
«Dijo Jesús: Yo soy el pan vivo bajado del cielo: Quien come de este pan vivirá para siempre». San Juan, cap. 6.
El amor contiene un ingrediente esencial que es el recuerdo. Sin el constante ejercicio de la memoria todo afecto se marchita y muere. Por esto el lenguaje de los enamorados repite mil veces: «No me olvides». Una expresión que busca apoyo en el regalo de la última cita.
También la fe, para avanzar, exige el recuerdo vivo del Señor. La fiesta de la Pascua volvía a grabar en las mentes judías que Yahvé los había liberado de Egipto. Y los profetas gastaban su voz, procurando que el pueblo no olvidara las hazañas de Dios a favor suyo.
Jesús, como buen judío, cada año celebraba la cena pascual. Y aquella noche de su despedida, él era el padre de familia que presidía la mesa, entre un grupo selecto de amigos.
Los evangelistas cuentan cómo el Señor alteró un poco el ritual tradicional. Presentó a sus discípulos un trozo de pan y una copa de vino, señalando que este sería el signo de una nueva alianza con quienes creyeran en él. Enseguida les ordenó repetir este gesto en su memoria.
Entonces los discípulos pudieron comprender mejor los largos discursos sobre el pan de vida, que Jesús había recitado anteriormente. El Señor había dicho que es necesario comer su Cuerpo y beber su Sangre, para alcanzar la resurrección y la dicha.
Las primeras comunidades cristianas se reunían el primer día de la semana, muy de madrugada, o al comenzar la noche. Un apóstol o el anciano del grupo, contaba de nuevo el relato de la despedida del Señor y repartía el pan y el vino entre los asistentes.
Esta asamblea comenzó a llamarse Eucaristía, lo cual significa ación de gracias. Y luego la nombraron memorial.
Todos sentían la presencia del Maestro resucitado que reanimaba su caminar en la fe. Hacían mención de quienes habían dado la vida por el Evangelio. Rogaban por los ausentes y los viajeros. Se preocupaban de los enfermos y los encarcelados. Y, sobre el egoísmo y las tensiones de todo grupo humano, trataban de mantener un solo corazón y una sola alma. Nuestra Misa nació en esta Iglesia primitiva que conservaba fresco el recuerdo de Jesús resucitado.
Este gesto de compartir el pan y el vino es la mejor manera de hacer presente al Señor, en cada una de nuestras circunstancias. «Oh sagrado banquete, reza una antífona tradicional de la Iglesia, en el cual se come a Cristo. Allí recordamos con gratitud su pasión. La mente se nos llena de gracia y se nos da una prenda de la futura felicidad».
Es el recuerdo un esforzado caballero, que pretende desafiar el tiempo y el espacio. Pero bien conocemos su fragilidad. El viento de la vida lo golpea. Lo vencen los pesares. De allí que el hombre haya inventado los menhires, las estatuas, los libros de historia, las inscripciones en la piedra o el bronce. Para fortalecer y prolongar su existencia.
En buena hora nos dio Jesús su memorial. Para que seamos testigos de cuanto El ha hecho por amarnos. Para que recordemos esas pequeñas glorias que hemos conquistado, cuando correspondemos a su amor.
2. Nos cuenta San Justino
«Dijo Jesús: Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros». San Juan, cap. 6.
Hacia el año 150 de nuestra era, un valioso documento atribuido a San Justino, nos describe la celebración de la Eucaristía en la primitiva Iglesia: «El día llamado del sol nos reunimos, tanto los que habitamos las ciudades cómo los del campo y se leen los comentarios de los apóstoles, o los escritos de los profetas.
Después, el que preside amonesta con sus palabras a la imitación de estos ejemplos.
Luego nos ponemos todos de pie y elevamos nuestras súplicas. Y cuando hemos terminado se trae pan, vino y agua. El que preside eleva oraciones y acciones de gracias y el pueblo aclama: Amén.
Seguidamente tiene lugar la distribución de los dones sobre los cuales se ha realizado la Eucaristía.
Los que poseen bienes dan, según su voluntad, para socorrer a los huérfanos y a las viudas y a todos los necesitados.
Nos reunimos, precisamente el día del sol, porque ese día Jesucristo resucitó de entre los muertos».
Los cristianos de hoy también nos reunimos el primer día de la semana, el domingo, día del Señor.
Nuestra comunidad, presidida por el obispo o el presbítero, se siente parte viva de la Iglesia universal.
Escuchamos la palabra de Dios y elevamos juntos nuestras plegarias al Padre de los cielos.
El presidente de la asamblea bendice el pan y el vino y repite las mismas palabras que Cristo pronunció en su última cena. Entonces El se hace presente de una nueva manera entre nosotros.
Se reparte el Cuerpo del Señor a quienes estén dispuestos a recibirlo. Y se guarda en el tabernáculo, para la adoración de los fieles. Y para el viático de los enfermos.
También nosotros ponemos en común parte de nuestros bienes, para socorrer a los pobres. Y nos sentimos familia de Dios, congregada de todos los lugares de la tierra.
En la Eucaristía del domingo, ante la presencia real del Señor, unimos con él toda la fe y los trabajos de la semana. La persona de Cristo da sentido y amplía las otras formas de su presencia entre nosotros.
La teología ha usado aquella expresión «presencia real», para explicar que en este sacramento se hace más clara, más personal, más explícita la persona, la fuerza, la influencia, la amistad del Señor entre nosotros.
3. ¿Por qué le buscamos?
«Dijo Jesús a los judíos: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Quien come de este pan vivirá para siempre». San Juan, cap. 6.
Decía Eric Fromm que la sociedad contemporánea ha crecido, no junto al templo, al castillo, o la fábrica, sino alrededor del supermercado. La revolución del siglo XVIII la llevaron a cabo los ciudadanos, mientras que las de hoy las agitamos los consumidores.
¿Qué desea usted? ¿Electrodomésticos, automóviles, trajes, abonos, herramientas, obras de arte, cosméticos, anticonceptivos, muebles de todos estilos, pasajes a crédito, discos compactos, diversiones, influencias, intrigas…?
Quizás pensamos que la Iglesia de Cristo es un factor más de esa sociedad de consumo, que nos opaca la mente y apaga los nobles ideales. Como si añadiéramos al listado anterior: Se ofrecen sacramentos, tranquilidad del alma, relaciones amistosas, equilibrio moral, fidelidad conyugal, dignidad humana, pasajes para el cielo… Todo de óptima calidad, a bajos precios, indiscutible garantía… Se atiende también a domicilio.
En el discurso sobre el Pan de Vida, que nos trae san Juan, el Señor les reprocha a sus discípulos: Ustedes me buscan, no por lo que soy, sino por las cosas que puedo dar, por el pan que les repartí en el desierto hasta saciarlos.
Nuestras actitudes hacia el Señor y la vida cristiana son también con frecuencia utilitarias. Somos cristianos cuando esto nos produce ventajas, no por amistad por Jesucristo.
A la hora del esfuerzo, la religión se nos queda en teoría y obramos como los paganos. A veces ni siquiera como ellos.
Podríamos pensar: ¿Hemos estudiado a fondo el Evangelio? ¿Qué sabemos, fuera de algunas noticias de prensa, sobre la vida de los cristianos?
Cuando la Iglesia se esfuerza por enseñarnos y promovernos, verbigracia ante el bautismo, la confirmación, la primera comunión de nuestros hijos, comentamos con amargura que el colegio o la parroquia se han vuelto demasiado exigentes. Que «ahora todo lo complican».
Para el matrimonio buscamos el cursillo más corto, porque «para eso no tenemos tiempo». Tal vez buscamos el matrimonio religioso porque da cierto lustre social. Lo demás no es bien elegante.
Exigimos que la Iglesia nos preste todos sus servicios, sin revisar cuál es nuestro aporte económico a nuestra comunidad cristiana. Cuál nuestra presencia en las actividades pastorales. Cuál nuestra cercanía al sacerdote.
¿No es todo esto tener a la Iglesia como un supermercado?
El Evangelio de hoy termina con una bella frase que explica a fondo qué es la Iglesia:
«Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí no pasará nunca sed». Cristo es para nosotros, a través de la Iglesia, la despensa y la fuente, pero es necesario que vayamos a El. No basta creer en Jesucristo, hay algo más hondo y prometedor: Creerle a Jesucristo y atenerse a las consecuencias.