Papi, vengo de la capilla
(Transparencia)
- ¿Dándole gracias a Dios?
- No, todavía no.
- ¿Qué estás diciendo? Tu novio se salva y…
- ¿Tú ya fuiste a misa?
- Sí, ¿por qué?
- ¿Cuál fue el Evangelio?
- El del ciego de nacimiento.
- Pues yo, papi, sentada ahí en la banca, era ese ciego de nacimiento.
- Perdón, no te entiendo.
- Como lo oyes. Aun cuando la mía era una ceguera distinta.
- ¿Cuál?
- La de una vida fácil, donde todo se me dio: Afecto en cantidades industriales. Unos padres y unos hermanos que me adoran, un novio que muere por mí…
-¿Y desde cuándo el afecto es ceguera?
- Desde cuando parece lo más natural y uno no se detiene a valorarlo. Es una ceguera además, papi, el éxito: En el colegio, en la universidad, en sociedad. Ceguera de cristiana mediocre, por educación, por herencia, por ambiente, pero sin profundidad, sin aporte mío ninguno.
-¿No exageras?
- No, me quedo cortica. Pero entonces llega Dios y me aplica el lodo: Ese horrible accidente y Martín al borde de la muerte. Y en ese espantoso vacío, cuando todos a mi alrededor son importantes, me encuentro con Dios.
- ¿Entonces?
- Entonces quedo distinta y «veo». Todavía oigo al médico decirme: Tranquila, Cristina, Martín ya salió, ganamos la batalla. Y siento que no se trata de decir: ¡Gracias, Señor!, sino de cambiar. Cambiar tanto que, como en el Evangelio, la gente diga: ¿Será esa Cristina?
- ¿Cómo pasó con el ciego?
- Así mismo. No me puedo quedar sola con eso que ya tengo por dentro. En mi paraíso propio.
- -¿Y qué piensas hacer?
- - Dar tiempo.
- ¿Tiempo?
- Sí, tiempo mío que alguien necesite para aprender, para sentirse acompañado, para ser escuchado, para promoverse, para lo que sea.
- Pero si nunca tienes tiempo. Entre la universidad, el novio, la gimnasia, el francés…
-¿Te acuerdas papi de lo que aquella autora respondió, cuando le preguntaron a qué horas escribía?
- No recuerdo.
- Contestó: Siempre hay ratos y cuando no hay ratos, se hacen ratos.